domingo, 27 de septiembre de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 38

ALMORZANDO CON MONICA Y CESAR

Sin dudas, la cocina-comedor de nuestros anfitriones es uno de los lugares más encantadores de la casa.

Nos sentamos alrededor de una larga mesa de madera. De un lado nos acomodamos Silvina, las nenas y yo. Del otro, Mónica y César.

“Antes nos sentabamos frente a frente” dice Mónica, “pero con tantos años de noticiero…”

“Así es”, dice César, “qué dice el pronóstico del tiempo para mañana, vamos al informe del Servicio Meteorol…” Mónica toca el brazo de su esposo para volverlo a la realidad.

Teniéndolos de frente y a corta distancia, impresiona la manera en que el matrimonio fija la mirada en nosotros cada vez que nos dirige la palabra. Por un momento uno se siente una suerte cámara de televisión.

La cocina se comunica con el parque de la finca a través de un amplio ventanal por donde se pueden ver los árboles frutales.

“Estas ricas empanaditas las hice yo…” dice Mónica.

Juli toma una.

“Es el mismo repulgue de las empanadas que compramos en casa”, dice.

“Sí”, agrega Sofi, “inclusive el ticket es igual al de El Noble Repulgue”. Evidentemente Mónica no advirtió el detalle del pequeño cupón con el que jugueteaba la manito de Sofi.

“¡Tienen razón!”, dijo César, “fíjate Mónica que hasta los vasos de cartón son de El Noble Repulgue. ¡Qué increíble coincidencia! Vamos a una pausa y enseguida volvemos”.

Imprevistamente el matrimonio se levanta de la mesa y sale al parque. Podemos verlos dialogar a través del ventanal mientras comemos nuestras empanadas en silencio.

“¡Por qué carajos tienen que abrir la boca!” digo reprendiendo a las nenas.

“Vos siempre nos decís que la verdad no ofende” dice Juli.

“Verdad” dice Sofi con entonación bíblica.

“Tienen razón, Pato…” dice Silvina, “estas empanadas son las de El Noble Repulgue, de acá a Luján”.

A través del ventanal, César y Mónica ya no dialogan sino que discuten. Es indudable que él le reprocha algo a su mujer porque de lo contrario no la estaría tomando por el cuello.

“Fijate con qué facilidad la levanta” dice Silvina masticando una empanada de champignon y jerez, “es como yo dije, ella es remenudita”. Aprovechamos la ausencia transitoria de nuestros anfitriones para bebernos sus vasos de gaseosa.

En el parque es ahora Mónica la que toma la iniciativa subida a horcajadas sobre la espalda de César y sujetándolo por las orejas.

“Yo apuesto a que gana Mónica” dice Juli comiendo una empanada de humita.

“Para mí gana César. Lo que pasa es que la está dejando hacer hasta que pierda las fuerzas. Cuando ella no tenga más fuerzas, la va a pisar como a una cucaracha”, dice Sofi.

Aparecen por la cocina Curly y Larry. No bien reparan en nuestra presencia, se ponen a ladrar de manera descortés. Evidentemente se han convertido en pastores protestantes. Entre paréntesis, continúan uno encima del otro.

“¿Por qué están así tan juntos?” Preguntan las nenas.

“Porque nos queremos, por qué va a ser. Dos personas que se quieren desean vivir juntas” dice Silvina.

“No… no… nosotras nos referíamos a los perros…”

Mónica y César se abrazan en el parque. Parecen definitivamente reconciliados. Ella le hace unas morisquetas. El se las festeja y comienza a hacerle cosquillas primero en el cuello y luego en las axilas. Pero es muy brusco y termina lastimando a la pobre Mónica que otra vez se muestra ofendida y vuelve a retorcerle las orejas.

“¿Nos podemos levantar de la mesa?” preguntan las nenas. Les decimos que sí y desaparecen por el parque para ver más de cerca la pelea de César y Mónica.

Por fin los pastores dejan de aparearse y se sientan frente a nosotros. Sus largas lenguas de los gotean sobre las empanadas. Les doy inmediatamente la orden de bajarse, empleando mi temible voz de mando. Los animales se quedan mirándome por un instante para luego subirse directamente a la mesa. Sus cuerpos grandotes y torpes vuelcan las botellas y los vasos. Los perros se retiran en el preciso momento en que retornan nuestros anfitriones.

“Bue…” dice César, “cualquier pareja tiene su peleíta”. Todavía tiene las orejas como tomates. Mónica observa el estado de la mesa:

“Hablando de peleíta, acá más bien parece que hubo una batalla campal”.

Quiero explicarle lo sucedido con sus pastores homosexuales pero la suerte hace que Silvina se me anticipe con estas palabras que, como por efecto de una varita mágica, cambian al instante el clima tenso:

“Decíamos con mi marido que ustedes parecen mucho más jóvenes que en la televisión”.

Sus palabras producen en las caras de ambos el efecto de una crema antiarrugas. Halagados, nuestros anfitriones, nos proponen ir a recorrer el parque lleno de naranjos y durazneros.

Quedamos sorprendidos por el tamaño de los duraznos. Son del tamaño de una pelota de fútbol de salón. Silvina se apresta a tomar un ejemplar que pende de la rama.

“¡Epa, epa, epa!,” dice Mónica “… ¡esos no mi chiquita!”. Se dirige hacia una cesta llena de frutos que yace al pie del tronco del árbol.

“Aquí tienen… de estos agarren todos los que quieran”.

Nos convidan unos duraznos todos picoteados del tamaño equivalente al carozo de los anteriores.

A lo lejos las nenas siguen el itinerario de Curly y Larry.

“No teman, son recariñosos” acota César. A sus espaldas los perros acometen contra Juli y Sofi restregándose, sin el más mínimo pudor, contra sus inocentes piernas.

“¿Hace mucho que los tienen?”, pregunta mi esposa.

“Y calculo que a Curly lo tenemos desde hace… ¿a ver César si vos te acordás?”

“Y… más o menos siete años. Se lo regalé a Mónica para su cumpleaños número…” Mónica lo fulmina con la mirada. “Se lo regalé a Mónica para el día de los enamorados”.

“En realidad no es que me lo regalaste exactamente…”

“Es cierto. En realidad fue un canje con la gente de rollitos Mortimer por una mención que hacíamos en el noticiero. En cambio Larry fue otro canje que nos hizo la gente de lanas San Andrés por una mención que hacíamos en el programa de radio.

Comienzo a sospechar acerca del origen de tantos naranjos. César parece leerme el pensamiento.

“Los primeros naranjos los trajo la gente de Pindapoy por una recomendación subliminal que hacíamos en relación a sus jugos”.

“Exacto” dice Mónica. “Cada vez que terminábamos de leer una noticia fruncíamos los labios como quien está chupando por una pajita. Ese pequeño detalle le significó a la empresa un aumento notable en las ventas que luego se multiplicó cuando, no bien terminábamos la lectura de las noticias, cerrábamos el programa diciendo: en este país no pasa naranja…”

“Los durazneros son un canje con la gente de Inca”, sigue César. “Era una época en que en el noticiero nos referíamos en forma subrepticia a sus productos. Frente a una noticia política yo decía por ejemplo: nuestros políticos son totalmente inca…paces, frente a un fenómeno natural hablábamos de estrellas inca…ndescentes…”

“Frente a una medida económica” sigue Mónica “de perjuicios inca…lculables. Frente a una noticia policial, de inca…utación de la droga. Frente a una medida arbitraria: de hecho inca…lificable.”

“Los trabajadores de las minas, eran trabajadores inca…nsables… y así… piensen que cada mención era un nuevo duraznero”.

Mónica sugiere que llamemos a las nenas. Todavía no hemos comido el postre. Caminamos en dirección a una suerte de galpón anexo a la casa. Se trata de una enorme cámara frigorífica.

“Hoy tenemos heladito”, dice César extrayendo un pote de cinco kilos de una pila incontable de postres helados. “El helado es una gentileza de la gente de Frigor por mencionarla en nuestro programa de radio. Por ejemplo yo decía que, llegando a la radio, había recibido una noticia que me había dejado helado…”

“… así es. Helado es un adjetivo que uno mete con facilidad para cualquier cosa. Un hecho policial, un fenómeno natural, una medida arbitraria. Era una época en que nos mostrábamos helados frente a cualquier cosa. Calculen que cada mención era un postre diferente: almendrado con praliné, torta helada de almendras, bombón suizo, bombón escocés…”

“En cierta oportunidad estábamos tan cansados de comer el helado solo, que en un programa pasando noticias dijimos: . Esa noche comimos ensalada de frutas con helado. La gente de Inca nos mandó una lata de ensaladas de fruta… ¿Probaron la ensalada de frutas de Inca? La gente medio le tiene aprensión porque es de lata pero nada que ver…”

Entramos a la casa y nos acomodarnos en los sillones de la recepción. Silvina prefiere quedarse de pie observando unos estantes colocados frente a la pared del hogar. En cada uno de ellos hay alrededor de veinte modelos diferentes de anteojos.

“Esos son de la época en que se acostumbraba decir “viste”, dice César.

La conversación se interrumpe por un momento. Hay que tomar muy pronto el helado porque el fuego de los leños está a pleno. Mónica y César están abrazados enfrente a nosotros, de espaldas al ventanal desde donde nos mira el papagayo. Me quedo observando al animal. Aunque parezca mentira, César vuelve a anticiparse a mis elucubraciones:

“Ese animalito es un regalito de la gente de Banco Río. Una vez le comenté al gerente que a Mónica le encantaban los papagayos. El tipo me dijo que si de alguna manera los mencionábamos en el programa de radio, él podría gestionar una atención. Entonces cada vez que salía el tema de las tarjetas de pago, a mí se me ocurrió decir: . Eso sí, me cuidé de decirlo una sola vez…”

Mónica lo mira arrobada.

“¿Cómo lo están pasando?”, nos pregunta.

“Qué les parece si hacemos una pausa… nos hacemos una buena siesta y después nos tiramos un ratito a la pileta”, invita César.

“¡Sí, sí!” Gritan las nenas.

Parece un abuso de nuestra parte pero Mónica hace bien en recordarnos que, después de semejante diluvio, nuestro camping debe continuar hecho un lodazal.

Aceptamos. Mónica y César se alegran sinceramente. Acto seguido se repantigan sobre el sillón haciendose y, en cuestión de minutos, se quedan dormidos como niños.

Luego de un momento de indecisión Silvina y yo hacemos lo mismo.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 37

VISITANDO LA CASA DE MONICA Y CESAR


Con Silvina llegamos a la conclusión de que lo mejor va a ser esperar hasta que el agua baje.

Pese a que después de la tormenta amanece un día radiante, el camping es un verdadero lodazal.

“Podemos ir a los jueguitos electrónicos” proponen las nenas derrochando imaginación.

Les explico que los jueguitos electrónicos no pueden ser su único pasatiempo. Que San Pedro tiene miles de atracciones posibles, a cuál de ellas más divertida.

“Vamos a visitar la casa de un escritor”, propongo.

“¿Qué escritor?” dice Juli como refiriéndose a un narcotraficante.

“Un escritor muy conocido que se llama Abelardo Castillo” digo.

“Yo no lo conozco” dice Juli.

“¿Abelardo qué?” pregunta Sofi quitándose sólo el auricular derecho.

“... Castillo. Abelardo Castillo. Es un escritor que a papá le encanta”, dice Silvina.

Sé que el apoyo incondicional de mi esposa va a surtir un efecto contraproducente.

“¿Qué tiene que ver que a papá le guste mami? No porque a papá le guste el vermout vamos a tomar nosotras vermout” dice Juli.

“Claro ma’, si papá se tira al río, ¿vos también te vas a tirar?” agrega Sofi.

Estas palabras producen un efecto devastador en Silvina que comienza a mirarme con desconfianza. Por lo pronto acaba de comunicarme su decisión de no comprar más vermout.

Tengo que producir un golpe de efecto. Me asombra mi rapidez:

“Ya sé lo que podemos hacer: ¡vamos a visitar la casa de Mónica y César!”

La idea resulta brillante. Las nenas saltan de alegría. Silvina no se queda atrás:

“Lo único es que yo no tengo la menor idea de dónde es la casa de Mónica y César, ¿vos sabés?”

“Negativo” le contesto.

“¿De dónde saliste con esa cosa policial?” me reprocha Silvina. Tiene razón: no se de dónde saco estas cosas.

“Nosotras sabemos la dirección” dicen las nenas. Juli saca su libreta personal y, efectivamente, me muestra el presunto domicilio del matrimonio mediático.

Caminamos bajo el sol del mediodía. La casa en cuestión está bastante alejada del centro de la ciudad. El tiempo, tras la tormenta, se mantiene muy caluroso y húmedo.

Exhaustos y muertos de sed, llegamos a un coqueto chalet que en la puerta de acceso tiene dos timbres. El primero dice “Mónica y César”. Tiene el dibujo de un corazón y dos naranjas. El segundo dice “Telenoche investiga – Formule sus propias denuncias”.

Aunque estamos ansiosos por conocerlos, siento que mi deber de ciudadano está antes: toco el segundo timbre. Me atiende la voz de Mónica en una suerte de contestador automático conectado al portero eléctrico:

“Usted está comunicado con la casa de Mónica y César. Si desea formular alguna denuncia diga uno. Si solo desea dejarnos saludos, diga dos”.

Digo “dos”.

“… Si desea que la denuncia se la tome Mónica, diga uno, si desea que la denuncia se la tome César, diga dos. Si se arrepintió de hacer la denuncia y sólo desea dejarnos saludos, diga tres…”

Digo “dos”.

“… ¡Hola! ¡Bienvenido amigo! Soy César “El gaucho” Mascetti, para servirlo… En este momento no me encuentro disponible porque estoy en plena cosecha de naranjas. Si de todos modos desea formular su denuncia, diga uno y será atendido por Mónica. Si prefiere esperarme a mí, diga dos. Si se arrepintió recién ahora y sólo quiere mandarnos saludos, diga tres. Un abrazo del alma…”

Digo “uno”.

“¡Hola! Te habla Mónica Cahen D’anvers, la esposa de César. Le tengo bien dicho a César que yo puedo ser su esposa pero no su sirvienta. Cuando hay cosecha de naranjas él es el que se sube al árbol pero… ¡quién te crees que sostiene la canasta?.. Si querés esperarnos y hacer tu denuncia, decí uno. Si querés ser atendido por los caseros, decí dos. Si no te arrepentiste de mandarnos saludos, decí tres… Un abrazo fraterno…”

Digo “dos”.

“…Hola, te habla Terencio Batista, casero de profesión y amigo del alma. Si querés denunciar alguna cosita decí uno y con gusto te voy a atender. Si preferís que te la tome mi señora, decí dos. Si te arrepentiste de formular la denuncia y sólo querés mandarnos saludos, decí tres.

Digo “uno”.

“… No me lo vas a creer pero en este momento justo me agarrás embolsando las naranjas de Mónica y César. Pero no importa, si decís uno te va a atender mi señora. Si decís dos, te va a atender el comisario Buenaventura. Eso sí, hablale fuerte y pausado porque es medio sordo y lento para tomar nota. Si querés dejar saludos para Mónica y César, decí tres. Si querés dejarnos saludos para nosotros, decí cuatro.”

Analizamos la situación con Silvina y las nenas. Silvina me pregunta si es realmente muy importante lo que tengo para denunciar. El hecho a investigar es el siguiente:

A mitad de cuadra de nuestra casa está el supermercado Fortuna. Sus dueños son coreanos. Mi hija Sofía sabe pasar cada mañana por la puerta del autoservicio. Uno de los dueños mira a mi hija de una manera lasciva que no estoy dispuesto a seguir tolerando.

Por otra parte tenemos pruebas sobradas de que en ese supermercado se venden mercaderías robadas. Juli por ejemplo compró hace poco un chocolatín Jack. Como sorpresa dentro de la golosina venía un papelito doblado en cuatro. Al abrirlo podía leerse: “Uste ganal uno gaseosa Nalanjú. Canjeal supelmelcado de su balio”.

“¿A vos te parece que son temas de entidad suficiente para hacer una denuncia?” Las palabras de Silvina me asombran.

“Se trata nada más ni nada menos que de nuestras hijas” digo categórico.

“Está bien, pa’” dice Sofi, “nosotras nos arreglamos solas. Luego agrega lo siguiente: “Papi, ¿hasta cuando vamos a estar acá… acá en la puerta de la casa de Mónica y César?”

Me distraigo un instante observando el dibujito de las dos naranjas en el timbre principal de la casa. No tardo en descubrir que se trata de dos naranjas ombligo y que lo que simulan ser dos ombligos no son otra cosa que sendos pulsadores. Aprieto el de la naranjita derecha:

“Abort… abort…” dice una voz de robot “al apretar esta botón usted desiste automáticamente de su denuncia. Si está de acuerdo, confirme apretando la naranjita izquierda”.

Me quedo un rato pensando en el curso a seguir. Ya no me queda mucho tiempo: Silvina y las nenas se acercan armadas con palos y piedras, presumiblemente para atacar al portero eléctrico.

“¡Alto, alto amigos que las cosas no se arreglan con violencia!”. Es la voz del gaucho César Mascetti que acaba de asomar la cabeza por la puerta de su casa. Sonríe de manera campechana. La suya es una sonrisa luminosa que todo lo cambia. El sol, por ejemplo, que nos daba calor, ahora nos calcina.

“Pero vean a quienes tenemos por aquí” dice Mónica refiriéndose de manera cariñosa a las nenas. A Silvina y a mí nos ignora.

“Qué petisita es” alcanza a cuchichearme Silvina antes de que el gaucho Mascetti me extienda la mano.

“Buenas tardes, César Mascetti” digo demostrando una lucidez que a veces preferiría no tener. César se queda mirándome con pena. Mónica tiene que sacudirle el hombro para volverlo a la realidad. Luego dice:

“¿Qué te parece César si hacemos pasar a nuestros amigos?”

Lo de amigos me parece un exceso pero optamos por pasar, más que nada por las nenas.

Entramos a una cálida recepción. Leños recién recogidos se apilan en un hogar a la espera de los próximos fríos.

“Pónganse cómodos” dice Mónica. Estamos transpirados y cubiertos de polvo.

“Siéntese, siéntese amigo” dice César palmeándome la espalda. “Aguarden un minuto que les acerco algo para tomar. Deben de estar muertos de sed.” Se va César y aparece Mónica con una caja de fósforos grande.

“Siempre le digo a César que debe de haber pocas personas tan friolentas como yo” dice agachándose para encender el hogar. Los nervios me hacen transpirar más todavía.

Reaparece César con una bandeja de naranjas que parecen usadas.

“Yo mismo las apisoné. Ahora háganles un agujerito y chúpense el jugo… ¡van a ver qué sensación!”.

Nos abalanzamos sobre las naranjas y las chupamos con desesperación. La sensación es que nos estamos muriendo de sed. Mónica nos observa arrimada al hogar, donde los leños comienzan a arder.

“Con Mónica decimos que no hay nada más lindo que recibir gente” dice César. Comienza a derretirnos la combinación de su ternura con el calor del fuego incipiente. Acaricia la cabeza de nuestras nenas. Las dos tienen los labios resquebrajados por la sed.

“¿Ustedes tienen los labios un poco paspaditos o me parece a mí?” dice Mónica. “Les voy a traer mi manteca de cacao”.

Un inmenso ventanal comunica la recepción con el parque que rodea la casa. Hacia la derecha, un enorme papagayo con los colores de Boca nos mira desconfiado desde su jaulón. Veo que tanto Sofi como Juli se acercan a la jaula con propósitos que no me quedan del todo claros.

César se sienta a mi lado y me toma del hombro. Estoy muerto de calor. Puedo ver a las nenas jugar con el papagayo.

“Ahora con Mónica les vamos a mostrar nuestros naranjos. Tenemos unas naranjas grandes como pelotas de fútbol”, dice César. Mientras me pregunto por qué a nosotros nos tocaron esas naranjas tan chiquitas, el gaucho Mascetti parece adivinar mi pensamiento.

“…Lo que pasa es que esas grandotas las exportamos”.

Estoy agobiado por el calor del fuego y por la sed. Observo que a las nenas, más que el papagayo, les llama la atención algo que parece estar en el piso del jaulón.

“Con Mónica decimos que tenemos la suerte de vivir en el paraíso”. Advierto que todo lo que dice César lo dice con Mónica. Parece un hombre sin vida propia.

Inquieto por vaya a saber qué, César se pone de pie y se sienta en el sillón que está frente al mío. Esto es un hecho providencial porque, de esa manera, no alcanza a advertir lo que en ese momento hacen mis hijas.

“Con Mónica decimos que San Pedro es nuestro lugar en el mundo”, dice el gaucho. A sus espaldas Sofi abre la puertita de la jaula del papagayo. Luego es Julieta la que introduce su manita.

“Con Mónica decimos que si hay otra vida posible, volveríamos a elegir este lugar de ensueño”. Sus palabras suenan poco creíbles. También es bastante increíble lo que ven mis ojos: las nenas han sacado de la jaula el recipiente del agua y beben con fruición su contenido no sin antes apartar alguna que otra semilla de girasol. Luego vuelven a poner el potecito en su lugar y a bajar la puertita de la jaula en el momento preciso en que reaparece Mónica.

“Acá les traje mi manteca de cacao. Pónganse ustedes mismas. ¿Qué les parece nuestro papagayo? Adivinen cómo le pusimos: le pusimos Jacinto. Por Alberto Jacinto Armando, el expresidente de Boca. Con César pensamos que Alberto era muy formal, en cambio Jacinto es de lo más simpático, ¿no es cierto Jacinto? ¿Qué hache mi lindo pajalito? ¡Uuuy, cuánta agüita tomó hoy mi pajalito! ¡Eta muelto de ched!” dice Mónica empleando un dialecto oriental que apenas manejábamos.

Silvina parece ajena a todo lo que ocurre. Está fascinada con el hecho de ser más alta que Mónica. Cada vez que puede, se para lo más cerca posible de ella para reconfirmar que la conductora sólo le llega a la altura de los hombros.

“Pensá que yo estoy sin tacos” alcanza a decirme cuando Mónica desaparece nuevamente para reponer el agua de Jacinto.

Sin motivo aparente, César entra en una cadena interminable de estornudos. Es bueno verlo hacer algo por sí mismo.

Desde la cocina, Mónica llama a Silvina por su nombre y le pregunta si le puede dar una mano en la preparación de una picadita.

“¿Oíste? ¡Me llamó por mi nombre! ¡Me llamó Silvina, como si fuéramos amigas de no se cuánto tiempo! ¡Qué mina genial! Es más baja que yo y encima es resencilla”. Luego mi esposa se dirige a la cocina.

César continúa estornudando. A sus espaldas, las nenas permanecen junto al ventanal y prestan una atención hipnótica a los movimientos de dos perros lanudos.

“Son Curly y Larry, nuestras mascotas. Son pastores ingleses” dice César que por fin termina de estornudar.

“Mónica quería un machito y una hembra pero yo en eso la tengo muy clara: quería dos machos sí o sí”.

Asomado al ventanal, pude sorprender a los canes, uno encima del otro, en una actitud que me pareció, por lo menos, digamos que llamativa.

Me puse a pensar si valía la pena desengañar a ese hombre bonachón y campechano que tenía frente a mí. Pero lo sentí un ser tan vulnerable, tan de espaldas al ventanal y a la realidad que decidí dejarlo vivir en su ilusión.

Las nenas se mantenían firmes mirando el espectáculo de Curly y Larry. Observé que Juli estaba a punto de hacer un comentario en relación a lo que observaban sus ojos cuando, providencialmente, la voz de Mónica nos convocó a todos desde la cocina.

“¡A comer todo el mundo!”, dijo.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 36

MOTIN A BORDO


Nos acomodamos en la carpa. Es nuestra segunda noche de camping. A pedido de las nenas llevo adelante mi tradicional show de imitaciones. Puedo manejar mi voz de diferentes maneras para parecerme a Verdaguer, Enrique Pinti, Santo Biasatti, Mirtha Legrand, Cacho Fontana, Mario Pergolini y Osvaldo Pugliese. Es verdad que a Osvaldo Pugliese casi no se le conoce la voz y que prefería expresarse con la música pero también es cierto que él es un verdadero ángel protector a quien conviene invocar frente a cualquier dificultad.

Las nenas se mueren de risa. Dicen que soy un pésimo imitador y eso es precisamente el nudo de mi espectáculo. Eso es lo que les causa gracia.

También les encanta mi indiscutida habilidad para crear siluetas de animales o personas utilizando las manos y la luz de una linterna. Solo basta con entrelazar los pulgares y hacer agitar como alas las palmas de mis manos para que digan:

“¡El conejo! ¡Ese es el conejo!”.

Sin embargo la función se interrumpe cuando escuchamos algo parecido al ruido de una ola que se viene formando desde lejos. Nos quedamos expectantes. Hacemos silencio. Afuera, avanza hacia nosotros la tormenta.

“Quédense tranquilas porque esto no se puede inundar” digo en un tono que pretende transmitir calma pero que sólo consigue producir en mis hijas un inenarrable pavor.

Muy pronto descubrimos que el ruido de la ola no lo producía el agua sino la fuerza del viento contra la copa de los árboles. Por momentos soplaba tan fuerte que el techo de nuestra carpa casi tocaba contra el piso.

Esta no es la primera situación extrema que tengo que pasar en una carpa. Sé perfectamente lo que hay que hacer en circunstancias como ésta: huir.

“¡Ni se te ocurra irte solo!” dice Silvina abortando mis planes cuando me ve en cuclillas en la entrada de la carpa con la actitud de quien espera la partida para una carrera de cien metros.

“¿Qué decis? Mirá si las voy a dejar solas” digo indignado.

Afuera comienza a llover. En segundos se desata un verdadero diluvio.

“Podríamos ir a cenar afuera” dice Sofi desde su bolsa de dormir. Calza los auriculares donde continúa cada tanto se escuchan los chasquidos del baterista de Slipknot. Eso le garantiza la permanencia en su mullido limbo.

Me asomo apenas fuera de la carpa. Da la impresión de que estamos en un camping abandonado.

“Hacenos la familia Ingalls” me pide Juli.

“Dale Pato, hacenos la familia Ingalls” reclama Silvina.

“Dale pa’, ¿te tenemos que rogar?”

Está bien. Accedo. Me quito las medias y masajeo los dedos de mis pies. Luego las nenas, en su función de asistentes, empiezan a pasarme los marcadores.

La familia Ingalls es un espectáculo que hago precisamente usando como instrumento a los dedos de mis pies. Se trata de una familia compuesta por un matrimonio y sus ocho hijos.

La estructura del show es más o menos la siguiente: en primer lugar aparecen los dedos pulgares. Representan a la pareja, amable y regordeta, de fuerte tradición católica. Se oponen a cualquier método de prevención sexual y tienen una postura decididamente antiabortista.

Luego van apareciendo los hijos. Son cuatro parejas de mellizos encantadores. Los dos chiquitines hacen las delicias de Juli y de Sofi. Los pequeños son de lo más independientes: tengo una rara habilidad para moverlos como gusanos dejando quietitos a los demás... hermanos.

Este show no tendría el éxito que tiene si no contara con Silvina desde la iluminación y de las nenas en la parte de maquillaje de los pies.

Para estar a tono con la tormenta, el espectáculo se titula “Una noche de tormenta con los Ingalls”. Es apto para todo público.

Las nenas ríen mucho pero no de la manera en que lo hacen viendo “Una noche en el gallinero con los Ingalls”. Ese sí es un verdadero clásico aunque también sería injusto no citar a “Los Ingalls van a la guerra” donde Juli hizo verdaderos prodigios con la parte de vestuario: para ese show cada dedo lleva un casquito diseñado por ella con cáscaras de avellana. Ese detalle, sumado al los dedos embetunadosl le otorga un realismo único al drama que se desarrolla en pleno frente de batalla.

Afuera, la lluvia se hace cada vez más intensa. Ahora hay constantes rayos y truenos. La carpa va de aquí para allá por la acción del viento. Las nenas empiezan a sentir algo de temor. Silvina, en cambio, está aterrorizada.

“Vamos a jugar a que somos un barco que está en medio de una tormenta”, propongo.

Rápidamente los grumetes se ponen a mi disposición.

“Marinero, urgente, envíe un télex al barco más próximo”, ordeno sin vacilar.

“¿Cuál es el barco más próximo?”, contesta el marinero Sofi.

“No sé marinero. Usted mande el télex. El barco más próximo será el primero en captar la señal y venir en nuestra ayuda”. Los rayos iluminan mi rostro desencajado.

“Comuníqueme urgente con las autoridades del puerto de Rosario” ordeno cada vez más firme. Transmito una notable tranquilidad pese a lo peligroso de nuestra situación.

“¿Cuál es el código postal de Rosario?”

La pregunta del marinero Sofi me hace vacilar pero no puedo detenerme en pequeñeces.

“¡Marinero Juli, vaya a la cubierta y refuerce las amarras!”

“Si me das dos pesos...” dice el marinero Juli sin comprender que estamos en el mundo de la fantasía.

“¡Oficial...” le digo a Silvina otorgándole un meteórico ascenso “ocúpese del timón!”.

“¡Sí mi capitán!”, contesta ella impactada sin dudas por el flamante nombramiento.

“Todo a babor” grito señalando a mi derecha con la linterna en la mano.

“Eso no es babor, es estribor” me corrige el grumete Sofi de manera impertinente.

“¡Esto es babor sí o sí carajo!”.

No me gusta adoptar papeles autoritarios pero a veces una pequeña flaqueza puede ser el comienzo de un motín. Y eso poco ayudaría en este evento.

“Pero papi, babor es a la izquierda” dice Juli confundiendo una vez más la fantasía con la realidad.

“Mi capitancito, estamos haciendo agua” dice Silvina excesivamente obsecuente. Ya me estaba arrepintiendo de su nombramiento.

Desde afuera una luz se aproxima cada vez más iluminando la entrada de nuestra carpa.

“Nos estamos acercando al faro. Es el faro del puerto de Rosario” digo derrochando optimismo.

“Usted hace todo bien capitán” dice el Oficial Silvina. No soporto su obsecuencia.

Reconozco las voces que cuchichean en la entrada de nuestra carpa. Se trata de los ocupantes de la carpa lindera a la nuestra. Se trata de tres jóvenes veinteañeros: un varón y dos bellas chicas.

“¿Hay alguien allí?” dice la voz del muchacho.

“¡Abrannos, ábrannos por favor!” musitan las chicas que lo acompañan.

“¡Marinero... abra la escotilla!” ordeno.

“¿Cuál marinero?” dice uno de los miembros de la tripulación que no puedo identificar.

“Marinero Sofi...” aclaro.

Luego es ella la que pregunta:

“¿La escotilla no es algo de los submarinos?” Odio a los marinos que se creen tan listos como para socavar mi autoridad.

“Sí, papi, la escotilla es algo de los submarinos”, dice Juli que no alcanza a meterse en la ficción en ningún momento.

“¡Marinero, obedezca la orden! ¡Después discutiremos lo de la escotilla!” Grito recuperando mi protagonismo.

“¡Marinero, haga lo que le ordena el Capitán!”, dice a los gritos el Oficial Silvina. Entre paréntesis, grita como una marrana. Me harto de su servilismo. Como represalia le ordeno dirigirse a su camarote y planchar los uniformes de fajina. Detesta hacerlo.

Finalmente soy yo mismo quien descorre el cierre de la carpa y abre la escotilla. Frente a nosotros aparece nuestros jóvenes vecinos de carpa. Observo que el muchacho lleva un chocolate Aguila tamaño familiar atravesado en su boca. Las chicas, envueltas en sendos toallones de color rojo, se le arriman guareciéndose del agua y el viento.

“¿Podemos pasar?” preguntan.

“¡De ninguna manera! ¡De ninguna manera voy a aceptar a esas dos loc...!

“Silencio” digo interrumpiendo al oficial Silvina “acá el que da las órdenes soy yo. Y esta es una situación de emergencia. Además... los náufragos traen un chocolate Aguila tamaño familiar, me imagino que para...

“¡Para compartir!” exclaman las chicas sin darme tiempo a cerrar la frase.

“Bienvenidos a bordo”, digo en nombre de mi tripulación.