PATO AL AGUA
“Pero miren a quién tenemos de nuevo por aquí...” dijo el conserje. Sus palabras no hablaban de una bienvenida sincera a nuestro primitivo hotel. Ese “de nuevo” no sonaba afectuoso. Más bien sonaba desafiante. Quería decir “así que tuviste que venir a morir de vuelta acá”.
La gerente del hotel quería hablar especialmente conmigo, me dijeron. Silvina estaba sentada en la recepción en medio de una pequeña fortaleza de valijas y bolsos de mano. Las nenas, por supuesto, ya se habían reencontrado con sus viejos amiguitos que las habían recibido como si regresaran de la misión Apolo XIII.
“Ay señor mío, ¿usted siempre transpira así?” dijo la gerente secándose en la falda la palma de la mano que acababa de estrecharme.
Por mi camisa mojada se traslucían no sólo mis tetillas sino cada uno de los abundantes pelos de mi pecho. Calzaba ojotas en los pies llenos de tierra colorada y había olvidado fijar bien el cierre medio falseado de mi jean en la última escala para cargar nafta. Colgado como un aro en mi hombro derecho, llevaba el flotador de Snoopy que las nenas se habían empecinado en no desinflar.
“¿Puede ser que usted sea profesional?” inquirió la gerente del establecimiento en un tono de voz que, más que de pregunta, denotaba alguna incredulidad.
“Así es, soy abogado” dije medio avergonzado por mi aspecto y otro medio por mi profesión. Si sumamos los dos medios llegaremos a la conclusión de que me encontraba del todo avergonzado.
“Pero Doctor, ¿por qué no nos dijo antes?”, dijo la mujer abotonándome la camisa con una consideración que no había demostrado mientras me mostré como un ser humano corriente y sin título.
“¡Conserje!”, llamó, “me lleva al doctor a su nueva habitación. No. No. No. Usted no tiene que cargar nada. Le llevás al doctor las cosas a su habitación. A la habitación... doscientos treinta y siete”. Suspiré. “Doc, yo en su lugar aprovecharía para ir a la habitación, dejar las cosas, darme una duchita y... ¡a aprovechar la pileta!”
Nos dejamos conducir por los largos pasillos del hotel. Eramos cuatro vaquitas tristes metidas en un brete. Es la segunda vez que utilizo esta palabra. Me pregunto si sabrás lo que quiere decir. No importa. Quedate tranquilo. No te levantes a consultar el diccionario: el término brete para los rioplatenses designa el sitio donde se marca o mata el ganado.
La nueva habitación está llena de luz natural y sobretodo, es muy silenciosa. Ubicada en otro cuerpo del hotel, está mucho más alejada del comedor y sus dos ventanas tienen vista a las sierras.
Me recosté en la cama mientras Silvina pedía a los gritos ducharse antes que los demás.
Una paloma emitía su arrullo adormecedor en el alféizar de la ventana. Dormito por alrededor de unos veinte minutos durante los cuales sueño que estoy en la biblioteca de mi escuela primaria consultando en un gigantesco diccionario de tapas azules el significado de la palabra alféizar.
Después de una impostergable ducha, los cuatro nos dirigimos hacia la pileta. Ahora llevo el flotador colgado del cuello.
“Acordate que dijiste que sos abogado” dice Silvina acomodándome hacia atrás la cabeza de Snoopy.
La presencia de una larga fila de gente bordeando el natatorio me hizo pensar en el vencimiento de algun impuesto.
“Hay revisación médica” advirtió el señor que nos precedía en la fila.
Silvina y yo nos miramos.
“Pero si hace dos días nosotros vinimos los cuatro y no nos revisaron”, dijimos. En realidad Silvina dijo “pero si hace dos días nosotros vinimos los cuatro” y yo dije “y no nos revisaron”. En ningún momento nos superpusimos. Tenemos claro que lo nuestro es una pareja donde cada uno es una individualidad.
“Hace dos días yo estaba en Mendoza y ahora estoy en Córdoba” contestó el hombre cumpliendo mínimamente con los objetivos de una buena educación.
La gerente del hotel encabezaba en persona la delegación médica que llevaba a cabo la revisación. No bien me localizó en la cola me hizo una seña. Indudablemente mi condición de profesional iba a hacer que pudiera evitarme ese tipo de demoras que afectan a la gente corriente. Con un gesto de urbanidad propio de mi personalidad, dejé a Silvina y a las nenas en la cola y me dirigí hacia el sitio donde estaban los médicos. Con esto quise poner de manifiesto que ser profesional no me liberaba de hacer la cola como todo el mundo.
Vaya coincidencia. La señal de la gerente era justamente para eso: para indicarme que tenía que hacer la cola como todo el mundo.
Al medida que se acercaba nuestro turno fuimos comprobando con asombro que la revisación se hacía en la entrada misma de la pileta. Esto es, estaba organizado como un espectáculo público y al aire libre. Eso infrigía el derecho a la privacidad y a los derechos humanos más elementales.
La reacción de la gente frente a esta situación absurda era la esperada: en tanto les dijeran que estaban aptos para la pileta, a nadie le importaba tres carajos de nada.
Las nenas y Silvina sortearon sin dificultad el vejatorio examen.
En cuanto a mí, todo marchaba sobre rieles… hasta que se detuvieron en mi cabeza.
Mi cabeza es lisa como un lavatorio. A los costados y por encima de dos orejas diminutas, tengo algunos cabellos. Seis aproximadamente. Tres de cada lado.
“¿Usted vio esto doctor?” señaló uno de los médicos.
“Ahá, ahá” presionaba el otro con el dedo índice sobre mi mollera.
“A mí me parece que estamos frente a...”
“Déjeme ver...” continuaba presionando cada vez más “…y... sí... es un caso de...”
“¿De liendre subcutánea?”
“¡De liendre subcutánea!” remató el segundo médico.
Su diagnóstico comenzó a transmitirse de boca en boca a lo largo de la hilera de personas que quedaba por revisarse detrás de mí.
“Discúlpeme, pero cómo voy a tener piojos si... ¿ustedes no ven lo que es mi...” dije señalando mi austera cabeza.
“No se lo tome así mi amigo. Escuche: hay una variedad de piojo que se aloja en la cabeza de la gente calva. Como el bicho termina no encontrando alojamiento, entonces en una actitud mezcla de protesta y resentimiento, pone un huevo y se va.” Explicó uno de los médicos.
“Pero no es un huevo cualquiera. El piojo, con la patita, hace un agujero en el cuero cabelludo y deposita el huevo por debajo de la piel... Eso que usted tiene a la altura de la mollera, es una liendre subcutánea. Por eso el doctor se la aplastó con el dedo. Ahora no la tiene más, pero vamos a ponerlo en cuarentena”.
“Después el piojo se va, lógicamente, ¡qué va a hacer en medio de una cabeza que es una bola de billar” agregó la gerente con sutileza.
“No se haga problemas. En este caso cuarentena no quiere decir cuarenta días”.
Tomó un papel de su recetario y anotó: jabón blanco de lavar la ropa y querosén.
“Con esta mezcla se me hace unas friegas antes de acostarse y le dice a su señora que le de unos golpecitos en el cuero cabelludo”. Los golpecitos consistían en colocar el dedo anular por debajo de la yema del dedo pulgar, presionándolo hasta que se produce la separación del primero a modo de catapulta.
“Vendría a ser algo más o menos así” dijo uno de los médicos haciendo el movimiento a título de demostración. “Algo muy parecido a cuando queremos espantar una mosca…”
Volví a la habitación en medio de las miradas de todo el mundo. Silvina no me dejó solo. Se sentía culpable.
“¿De qué te sentís culpable, se puede saber?”
“De nada… lo que pasa es que siempre reviso a las nenas cuando terminan de bañarse… No me hubiera costado nada revisarte a vos. Lo que pasa es que...”
Silvina miraba mi cabeza. No quería humillarme.
“... ¿quien iba a pensar que había una variedad de piojos que se aloja en lugares así... más abiertos no?”