viernes, 27 de marzo de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 17

PATO AL AGUA

“Pero miren a quién tenemos de nuevo por aquí...” dijo el conserje. Sus palabras no hablaban de una bienvenida sincera a nuestro primitivo hotel. Ese “de nuevo” no sonaba afectuoso. Más bien sonaba desafiante. Quería decir “así que tuviste que venir a morir de vuelta acá”.

La gerente del hotel quería hablar especialmente conmigo, me dijeron. Silvina estaba sentada en la recepción en medio de una pequeña fortaleza de valijas y bolsos de mano. Las nenas, por supuesto, ya se habían reencontrado con sus viejos amiguitos que las habían recibido como si regresaran de la misión Apolo XIII.

“Ay señor mío, ¿usted siempre transpira así?” dijo la gerente secándose en la falda la palma de la mano que acababa de estrecharme.

Por mi camisa mojada se traslucían no sólo mis tetillas sino cada uno de los abundantes pelos de mi pecho. Calzaba ojotas en los pies llenos de tierra colorada y había olvidado fijar bien el cierre medio falseado de mi jean en la última escala para cargar nafta. Colgado como un aro en mi hombro derecho, llevaba el flotador de Snoopy que las nenas se habían empecinado en no desinflar.

“¿Puede ser que usted sea profesional?” inquirió la gerente del establecimiento en un tono de voz que, más que de pregunta, denotaba alguna incredulidad.

“Así es, soy abogado” dije medio avergonzado por mi aspecto y otro medio por mi profesión. Si sumamos los dos medios llegaremos a la conclusión de que me encontraba del todo avergonzado.

“Pero Doctor, ¿por qué no nos dijo antes?”, dijo la mujer abotonándome la camisa con una consideración que no había demostrado mientras me mostré como un ser humano corriente y sin título.

“¡Conserje!”, llamó, “me lleva al doctor a su nueva habitación. No. No. No. Usted no tiene que cargar nada. Le llevás al doctor las cosas a su habitación. A la habitación... doscientos treinta y siete”. Suspiré. “Doc, yo en su lugar aprovecharía para ir a la habitación, dejar las cosas, darme una duchita y... ¡a aprovechar la pileta!”

Nos dejamos conducir por los largos pasillos del hotel. Eramos cuatro vaquitas tristes metidas en un brete. Es la segunda vez que utilizo esta palabra. Me pregunto si sabrás lo que quiere decir. No importa. Quedate tranquilo. No te levantes a consultar el diccionario: el término brete para los rioplatenses designa el sitio donde se marca o mata el ganado.

La nueva habitación está llena de luz natural y sobretodo, es muy silenciosa. Ubicada en otro cuerpo del hotel, está mucho más alejada del comedor y sus dos ventanas tienen vista a las sierras.

Me recosté en la cama mientras Silvina pedía a los gritos ducharse antes que los demás.

Una paloma emitía su arrullo adormecedor en el alféizar de la ventana. Dormito por alrededor de unos veinte minutos durante los cuales sueño que estoy en la biblioteca de mi escuela primaria consultando en un gigantesco diccionario de tapas azules el significado de la palabra alféizar.

Después de una impostergable ducha, los cuatro nos dirigimos hacia la pileta. Ahora llevo el flotador colgado del cuello.

“Acordate que dijiste que sos abogado” dice Silvina acomodándome hacia atrás la cabeza de Snoopy.

La presencia de una larga fila de gente bordeando el natatorio me hizo pensar en el vencimiento de algun impuesto.

“Hay revisación médica” advirtió el señor que nos precedía en la fila.

Silvina y yo nos miramos.

“Pero si hace dos días nosotros vinimos los cuatro y no nos revisaron”, dijimos. En realidad Silvina dijo “pero si hace dos días nosotros vinimos los cuatro” y yo dije “y no nos revisaron”. En ningún momento nos superpusimos. Tenemos claro que lo nuestro es una pareja donde cada uno es una individualidad.

“Hace dos días yo estaba en Mendoza y ahora estoy en Córdoba” contestó el hombre cumpliendo mínimamente con los objetivos de una buena educación.

La gerente del hotel encabezaba en persona la delegación médica que llevaba a cabo la revisación. No bien me localizó en la cola me hizo una seña. Indudablemente mi condición de profesional iba a hacer que pudiera evitarme ese tipo de demoras que afectan a la gente corriente. Con un gesto de urbanidad propio de mi personalidad, dejé a Silvina y a las nenas en la cola y me dirigí hacia el sitio donde estaban los médicos. Con esto quise poner de manifiesto que ser profesional no me liberaba de hacer la cola como todo el mundo.

Vaya coincidencia. La señal de la gerente era justamente para eso: para indicarme que tenía que hacer la cola como todo el mundo.

Al medida que se acercaba nuestro turno fuimos comprobando con asombro que la revisación se hacía en la entrada misma de la pileta. Esto es, estaba organizado como un espectáculo público y al aire libre. Eso infrigía el derecho a la privacidad y a los derechos humanos más elementales.

La reacción de la gente frente a esta situación absurda era la esperada: en tanto les dijeran que estaban aptos para la pileta, a nadie le importaba tres carajos de nada.

Las nenas y Silvina sortearon sin dificultad el vejatorio examen.

En cuanto a mí, todo marchaba sobre rieles… hasta que se detuvieron en mi cabeza.

Mi cabeza es lisa como un lavatorio. A los costados y por encima de dos orejas diminutas, tengo algunos cabellos. Seis aproximadamente. Tres de cada lado.

“¿Usted vio esto doctor?” señaló uno de los médicos.

“Ahá, ahá” presionaba el otro con el dedo índice sobre mi mollera.

“A mí me parece que estamos frente a...”

“Déjeme ver...” continuaba presionando cada vez más “…y... sí... es un caso de...”

“¿De liendre subcutánea?”

“¡De liendre subcutánea!” remató el segundo médico.

Su diagnóstico comenzó a transmitirse de boca en boca a lo largo de la hilera de personas que quedaba por revisarse detrás de mí.

“Discúlpeme, pero cómo voy a tener piojos si... ¿ustedes no ven lo que es mi...” dije señalando mi austera cabeza.

“No se lo tome así mi amigo. Escuche: hay una variedad de piojo que se aloja en la cabeza de la gente calva. Como el bicho termina no encontrando alojamiento, entonces en una actitud mezcla de protesta y resentimiento, pone un huevo y se va.” Explicó uno de los médicos.

“Pero no es un huevo cualquiera. El piojo, con la patita, hace un agujero en el cuero cabelludo y deposita el huevo por debajo de la piel... Eso que usted tiene a la altura de la mollera, es una liendre subcutánea. Por eso el doctor se la aplastó con el dedo. Ahora no la tiene más, pero vamos a ponerlo en cuarentena”.

“Después el piojo se va, lógicamente, ¡qué va a hacer en medio de una cabeza que es una bola de billar” agregó la gerente con sutileza.

“No se haga problemas. En este caso cuarentena no quiere decir cuarenta días”.

Tomó un papel de su recetario y anotó: jabón blanco de lavar la ropa y querosén.

“Con esta mezcla se me hace unas friegas antes de acostarse y le dice a su señora que le de unos golpecitos en el cuero cabelludo”. Los golpecitos consistían en colocar el dedo anular por debajo de la yema del dedo pulgar, presionándolo hasta que se produce la separación del primero a modo de catapulta.

“Vendría a ser algo más o menos así” dijo uno de los médicos haciendo el movimiento a título de demostración. “Algo muy parecido a cuando queremos espantar una mosca…”

Volví a la habitación en medio de las miradas de todo el mundo. Silvina no me dejó solo. Se sentía culpable.

“¿De qué te sentís culpable, se puede saber?”

“De nada… lo que pasa es que siempre reviso a las nenas cuando terminan de bañarse… No me hubiera costado nada revisarte a vos. Lo que pasa es que...”

Silvina miraba mi cabeza. No quería humillarme.

“... ¿quien iba a pensar que había una variedad de piojos que se aloja en lugares así... más abiertos no?”

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 16

LA POSTA DE YATASTO



“Volvemos al hotel, al primer hotel” anuncié.

Silvina no entendía.

“¿Al de la habitación cinco? ¿La del ruido insoportable?”, dijo incrédula.

“Sí, al primer hotel, nada más que esta vez no nos van a dar la habitación cinco”.

“¿Y cómo sabés?”

“Lo sé porque antes de salir hablé desde el hotel de Chidichimo y les dije que no estábamos para nada conformes con la atención”.

“¿Pero estás seguro de que nos van a volver a recibir?”

“Nos van a volver a recibir porque si yo no recuerdo mal ellos dijeron que si no estabamos conformes con el servicio del hotel Su Seguro Servidor, tendríamos abiertas las puertas del hotel de los trabajadores para... y además te estoy diciendo que hablé yo Silvina, hablé con la gerente, ¿qué tengo que hacer para que me creas?”

“¡No grites pa’! ¡Después cuando yo grito me retan!” dice Juli.

“Es verdad, cuando ella grita ustedes enseguida la retan” agrega Sofi a quien puedo augurarle un promisorio futuro de abogada.

“Hagamos una cosa Pato, ¿por qué no paramos en ese lugar que vimos a la ida, te acordás?, ese que tenía los cabritos...” sugiere Silvina.

Finjo hacer memoria.

“Ese lugar chiquito... que pasamos en el camino de ida al museo Rocsen”.

Miro atentamente hacia delante. Finjo estar hiperconcentrado en el camino serpenteante.

“... que estaba ese viejito que nos ofreció el té de hierbas y le dijo a las nenas si no se querían bajar a darle de comer a las cabritas... ¡ay Pato, no puedo creer que no te acuerdes!”

Recuerdo muy bien tanto al viejito como al lugar, pero lo cierto es que no quiero gastar más dinero. Por suerte cada cual es dueño de sus pensamientos.

“Lo que pasa es que papá no quiere gastar más plata” dice Juli.

“No, no, no es eso”, digo mintiendo y mintiendo.

“¡Ay, Julieta, mirá si papá no va a querer ir a ese lugar por la plata!” dice Silvina ignorando olímpicamente con quién se ha casado.

“De última si no quiere ir por la plata está bien” dice Sofi. Sofi es mi verdadero orgullo.

“Chicas, estoy cansado. Tuvimos que ir de acá para allá veinte veces, ¿no pueden entender que esté cansado?” Ahora simulo un cansancio atroz. Empieza a sorprenderme mi versatilidad.

“Esta bien, Pato” dice Silvina acariciándome el hombro que ya empezaba a dolerme, tal vez como consecuencia de fingir el cansancio de una manera tan vívida.

Sin embargo, acabaríamos en el lugar de nuestro apacible viejito.

Calculo que a la altura del quilómetro veinte, un piquete de cabritos se había adueñado del camino. Primero lo atribuí a la casualidad. Al detener el auto observé que los animalitos ocupaban por completo las dos manos de la ruta, más la banquina derecha. Sobre el costado izquierdo, los cabritos estaban dispuestos de otra manera: de a dos en fondo y dejando un espacio diría que calculado como para que pudiera pasar un auto. No había otra alternativa que tomar por el espacio que dejaban libre. Era sorprendente la simetría en la disposición de los animales.

Llegando al final del recorrido, comenzaron a aparecer los carteles. “Posta de Yatasto 300 mts... Posta de Yatasto 200 mts...”

Al detener el auto, un viejito del tamaño de un enano de jardín nos esperaba con una sonrisa de yeso.

Las nenas bajaron de inmediato subiendo a una pequeña elevación donde abundaban piedras con inscripciones, arbustos de color violáceo con forma de plumero y… más cabritos.

“¿Se puede pasar a tomar un té?” preguntó Silvina.

“¡Seguro! Pase nomás pues...” No dijo “pasen”, dijo “pase” y dirigiéndose a Sivina, a mí que me partiera un rayo.

“Lindos los cabritos eh!” Seguí mintiendo descaradamente. Odio los animales.

“No son cabritos. Son chivitos” el viejo apenas me miraba por sobre el hombro. Iba unos dos metros delante aferrado con total desparpajo a la cintura de Silvina.

Entramos a la posta. Era un sitio muy precario con espacio para tres mesas. Alrededor de ellas deambulaban los animales.

“Póngase cómoda” dijo el viejo. Seguía ignorándome.

“¿Qué van a tomar?” Al fin dejaba de sentirme un paria. Pero no por mucho tiempo.

“Usted y las nenas, ¿qué van a tomar?” Sentí otra vez el filo de sus palabras.

“Mi señora y yo vamos a tomar un té de ambay”. Remarqué adecuadamente lo de “mi” señora.

“¡Cómo no!” dijo sin mirarme en ningún momento. Un chivito me había apoyado la cabeza en el muslo. “¿Gustarían comer unos pastelitos de membrillo?”

Aceptamos. No tanto por nosotros como por las nenas a quienes podíamos ver jugar a través de una amplia ventana. Andaban forcejeando con los penachos violáceos. Cada tanto descansaban y uno podía verlas tomadas de la mano leyendo las gigantescas leyendas dejadas por los visitantes en las piedras de la montaña: “Té de menta, te de boldo, aquí nos echamo un polvo”. Firmaban Javier y Cristina. Del nombre de Javier salía una flecha con la leyenda “el burro adelante para que no se espante”. Firmaba Kuki. Del nombre de Kuki salía otra flecha hacia abajo que decía “Más puta que las gallinas”. Firmaba Javier. Era el milagro de la comunicación.

Sentados a la mesa, tomados de la mano y en silencio denso de la montaña, disfrutábamos con Silvina un momento de verdadera paz.

“Ah, pero miren a los enamorados” dijo el viejo acomodando las tazas de té. Luego apoyó la bandeja con los pastelitos.

Ante una inquietud de Silvina, me puse a explicarle qué tipo de maniobras debe uno hacer cuando el auto colea en la montaña.

“Hay que girar el volante en el mismo sentido en que el auto saca la cola”. Silvina parecía no entender. Entonces dejé el pastelito que tenía en la mano a un costado de la taza de té y me puse a su izquierda, del lado opuesto de la mesa.

“Mirá, ponele que la cola del auto se te va para la derecha. Bueno, vos en seguida tenés que girar el volante para el mismo lado. Así, ¿entendés?”

Pero ella no terminaba de entender.

“Dale, vamos a hacer de cuenta que estás manejando vos…yo te digo hacia qué lado saca la cola el auto y vos tenés que hacer el movimiento que corresponda... ¿Lista?”

Silvina tomó el volante imaginario.

“¡Derrape a la izquierda! ¡No… no…a la izquierda te dije!... No... No, hiciste al revés. Te dije que hay que doblar en el mismo senti...”

Interrumpí la explicación al advertir que por la puerta de la posta un chivo escapaba llevándose en la boca mi pastelito de membrillo.

“¡Eeeh, escúcheme, uno de los chivos me agarró un pastel!” reclamé inmediatamente al posadero haciendo valer mis derechos de consumidor.

“Yo no lo vi. Además no son chivos sino chivas...” corrigió oportunísimo el hombre. “Llámeme don Cosme”, agregó.

Don Cosme salió hasta la puerta. Se irguió frente a las chivas al tiempo que lanzaba una interjección para espantarlas. El eco de su grito se repitió varias veces contra la ladera de los cerros.

Contrariamente a lo esperado, los animales interpretaron su grito como un desafío de guerra y comenzaron a enfilar hacia la posta. En poco tiempo, se habían echo dueños de todo el espacio interior. Corrían desafiantes entre las mesas chocándose unos con otros.

Silvina, Cosme y yo observábamos espantados, subidos al mostrador.

Podía ver a un animal con dos manchas grises casi simétricas a cada lado de los ojos. Se había ensañado con los pasteles. Podía ver a ese maldito chivo comiendo mis pasteles con toda la maldad. Porque, salvo que eso que le colgaba entre las piernas traseras fuera una perilla de luz, eso para mí no era una chiva sino un flor de chivo cretino tomando lo que no era suyo en actitud desafiante.

Cuando hubieron devorado todo lo que estaba a su alcance, los animales fueron sentándose sobre sus patas traseras, dirigiendo sus miradas al mostrador como esperando que representáramos una obra de teatro.

Desde allí, con gestos y gritos, comenzamos a llamar a las nenas para que vinieran a socorrernos de alguna manera. Por supuesto, a ellas la situación les pareció divertidísima y no paraban de reírse y de preguntar cuando comenzaba la función.

A los chicos nada les sorprende. Tanto Julieta como Sofía caminaban por entre los chivos y los excrementos de chivo con total naturalidad. Pensar que con Silvina nos matamos por la limpieza y la decoración de sus dormitorios.

“¡Saquen a estos bichos de acá! ¡Hagan algo!” imploraba Silvina.

“¿No tienen algo para que les demos de comer?” dijo Juli.

Agarré de inmediato a don Cosme por las solapas para arrojarlo mostrador abajo.

“¡No!” advirtió Sofi, “¡no son carnívoros!”

Del interior de su saco remendado, don Cosme sacó dos empanadas de humita. No era el momento de preguntar qué hacían allí. El viejo arrojó las empanadas puertas afuera. Las chivas salieron por la pequeña abertura del boliche como metidas en un brete.

Es el momento de irnos y nos vamos sin pagar.

“Porque esto es una vergüenza, dónde se ha visto estar en un lugar y que dejen entrar a los animales, qué naturaleza ni tres pelotas, yo no vengo hasta este boliche de morondanga para encima tener que ponerme a tomar algo entre soretes de chiva”. Grito enfurecido mientras hago patinar las ruedas al arrancar el auto.

Sin embargo don Cosme no acusa mis palabras y me despide con su sonrisa de yeso en los labios y un movimiento de su dedo pulgar que no alcanzo a interpretar.

“Si te lo cuentan, ¡no te lo cree nadie!” digo un poco más relajado y en pleno camino.

“Yo igual lo voy a contar” dice Sofi.

Sé que se cae de maduro pero la verdad es que adentro del auto se sentía un olor a chivo infernal.

Por la ruta, se repetían los bellos paisajes. Sólo había que guardar silencio y contemplar la grandiosidad de la naturaleza. De manera deliberada, no quisimos ni siquiera escuchar música. Era el silencio de Dios lo que sonaba en lo alto de las sierras. Transcurrieron largos minutos sin que ninguno de nosotros pronunciara palabra alguna. Era tan extraña la sensación que imaginé que las nenas se habían dormido vencidas por el cansancio.

Sin embargo, por el espejo retrovisor, pude ver a Juli hablándole al oído a Sofía. Sofi hacía un gesto como de no tener respuesta a la pregunta que acaban de formularle.

Un sentimiento paternal me impulsó a decir las siguientes palabras:

“¿Qué pasa Juli?”

Ahora observen cómo los dulces labios de un niño pueden hacer añicos el silencio de Dios.

“Papi, ¿qué es echarse un polvo?”

Tanto Silvina como yo quedamos algo aturdidos frente a la pregunta. En la desesperación, Silvina comenzó a sacar del bolso de mano las cosas del mate. En cuestión de segundos, ya estaba ofreciéndoles uno a las nenas.

“Mami, este mate no tiene yerba...”, dijo Sofi.

Tomé con urgencia la palabra:

“Lo que vos decís es que uno por ejemplo tiene una irritación y entonces, ¿qué hace uno? Se pone un polvito en el lugar que tiene irritado.”

“El otro día mami” decía Silvina refiriéndose a sí misma en tercera persona, “tenía una irritación entre los dedos del pie y ¿qué hizo? Se puso un polvito. Otras veces se pone una cremita”.

“No, pero lo que yo digo es echarse un polvo. No es “ponerse” ni “polvito” sino “echarse un polvo”. Juli entrecomillaba con el auxilio de sus manos.

“A ver, ¿de dónde sacaste eso mi amor?” pregunté sabiendo de antemano la respuesta.

“De las piedras”, contestó.

“¿De qué piedras hablás Juli?” repreguntó Silvina extendiéndome un mate con yerba pero sin agua.

“De las rocas que había donde se pararon a tomar el té. Habían escrito eso y también escribieron...”

“Bueno, basta, basta de preguntas”, dije fingiendo un nuevo cansancio y apelando al bendito autoritarismo. “Miren el paisaje, miren cómo va cambiando segundo a segundo con la luz del atardecer”.

Ciertamente, la naturaleza se nos ofrecía de manera más que generosa en una sucesión de repetidos paisajes de inusual belleza.

Hablando de repetición, fue Sofi la que en un momento volvió a interrumpir el silencio para decir:

“Yo esto ya lo vi”.

Esas palabras me pusieron loco.

“¡No seas mocosa soberbia! ¿Para eso uno se esfuerza en traerlas de vacaciones? Para eso uno maneja novecientos kilómetros. Para que venga esta mocosa y diga: esto ya lo vi, a mí qué me importa si total yo puedo ver este paisaje todos los días...”

“¡Yo no dije que no me importa! Dije que todo lo que fuimos pasando en este camino ya lo vi” replicó Sofi con una seguridad que me hizo sentir escalofríos.

“Tiene razón Sofi” dijo Juli.

“¡Basta, se callan!” dije en un día de luto para la democracia.

Aproximadamente media hora después, Sofi se sacó los auriculares, donde aún alcanzaban a escucharse los aullidos de Marilyn Manson, y asomándose ligeramente por la ventanilla, dijo:

“A mí me parece que cuando vos saliste de la posta arando con el auto... agarraste la ruta al revés”.

Aproximadamente una hora y media después, volvimos a pasar frente a La Posta de Yatasto. Desde la puerta, don Cosme volvió a saludar nuestro paso con su sonrisa de cemento. Agitaba la mano derecha alzando ya no el dedo pulgar, sino el anular.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 15

EL DURO CAMINO AL EXITO

Mientras giro repetidamente en torno a la rotonda, entro en un estado prehipnótico que me lleva a emprender un viaje diferente: el de la marcha a las profundidades de mi conciencia.

La primera sorpresa que me llevo es que el agua me llega apenas hasta los tobillos.

Cuando chico odiaba despertarme temprano para ir al colegio. Lo odiaba porque, cuando me sacaban de la cama, todavía era de noche. Por más que el despertador sonara a las siete de la mañana, yo puedo jurar que eran mentiras: puedo dar fe de que siempre era de noche. Ningún niño merece ser sometido a semejante humillación.

Mamá contaba hasta el hartazgo y en tono risueño innumerables anécdotas de mi época de colegial. Su historia preferida se refería a una mañana de lluvia cuando me despertó para ir al colegio. Era pleno invierno, hacía frío, era… de noche. Y un día sentí tal desesperación frente a esa sumatoria de calamidades que me arrodillé en la cama y mirando el crucifijo que tenía sobre la pared de la cabecera, le imploré a Nuestro Señor en los siguientes términos: “Dios mío, ¡por favor te pido que se incendien todos los colegios!”

Desgraciadamente, Dios no era tan Todopoderoso como prometían con mayúsculas los libros de catecismo.

Sin grandes fundamentos, mamá trataba diariamente de convencerme con su teoría de que como contrapartida de ese sacrificio diario, el día de mañana yo sería un profesional, tendría mi casa, mi automóvil, tendría carradas de dinero y gente a mi cargo y los días de madrugones en plena plena noche por fin se terminarían, transformándose sólo en un desagradable recuerdo. Pronunciaba este discurso esperanzador de pastor evangélico mientras me peinaba en el baño atacando mi cabello de niño con agua helada y rematándolo con toneladas de gomina. Después me acompañaba hasta la puerta de calle, por donde pasaba a buscarme el micro escolar.

Como siempre nos anticipábamos unos minutos a la llegada del micro, pasabamos el tiempo observando a los transeúntes bajo la escasa luz de las siete de la mañana.

“¿Ves”, decía mamá, “ves ese auto que pasa? Vos vas a tener uno igual cuando seas grande, porque para eso estas estudiando, para ser un médico o un abogado exitoso...”

Un día el micro tardó más de lo acostumbrado y eso le dio a mi cerebro, habitualmente adormecido, un tiempo adicional para elaborar un pensamiento sombrío que no tardé en trasladarle a mamá a modo de pregunta: ¿qué hacía toda esa gente exitosa que veíamos pasar en autos último modelo... madrugando?

A partir de esa pregunta mi madre ya no fue la misma. Es más, cada tanto y como quien no quiere la cosa, me preguntaba si seguía pidiéndole a Dios por la quema de los colegios. Me lo decía a la noche, antes de acostarse, mientras acomodaba su cabello revuelto.

“Tené cuidado que te estás acercando demasiado a la rotonda” me advierte Juli mientras se asoma por la ventanilla.

Sus palabras me vuelven a la realidad sólo por un rato. La quietud del lugar y el giro incesante del auto me conducen nuevamente al centro de mi conciencia.

Porque, supongamos que por tanto madrugar uno finalmente consiga llegar al éxito. Yo me pregunto: ¿el éxito nos garantiza algo? ¿El éxito es acaso el vehículo para que no madruguemos más? La respuesta es: no. Y la respuesta completa es que con el éxito comenzará otro tipo de exigencia. Supongamos que uno es un escritor exitoso…

“¡Pato, le pegaste al cordón! ¿No escuchas lo que te estamos diciendo?”

“¿Por qué no agarramos la ruta de una vez?”

“Mami, decile que pare porque yo ya tengo ganas de vomitar”

… Si uno es un escritor exitoso no va a ser porque escribió un solo libro y lo acompañó la suerte. Al principio todo son halagos pero después no tardarán en llegar los compromisos con la editorial, porque si la editorial tiene entre manos un buen negocio, entonces comenzará a presionar por una segunda obra. A eso sumémosle los requerimientos de la prensa escrita, las entrevistas en la radio en el programa de Mónica y César. Me gustan Mónica y César porque son calmos y amables. Son una pareja que evidentemente la pasa bien así que tengo decidido que la primera entrevista va a ser para ustedes y para toda la gente de San Pedro a la cual le mando desde ahora un abrazo muy grande y les agradezco su hospitalidad.

“¡Pa’, Juli va a vomitar!”

Luego vendrán los viajes al interior y al exterior del país, siempre en vuelos programados para las seis de la mañana pero que terminarán saliendo a las diez porque hay un paro del personal que expende los equipajes en reclamo de mejoras salariales y para pedir por la reincorporación del compañero Nasutti, padre de ocho hijos, a quien la empresa le ha enviado un telegrama de despido argumentando no se qué razones y por lo tanto estamos ante un caso encubierto de despido sin causa…

“¡Si no paran ahora yo vomito adentro!”

… Convengamos que a la hora de las ventajas, también hay que decir que no bien cobre mis primeros pesos en concepto de derechos de autor, me iré a una concesionaria Ford y compraré de contado mi modelo Focus de color gris topo. En la concesionaria seré reconocido de inmediato y me tratarán a cuerpo de rey.

“No hacemos más el color gris topo, pero siendo usted...” va a decir el Gerente de la Concesionaria. Porque ya estaré en un nivel donde sólo seré atendido por la gente top.

Y cuando me entreguen por fin el auto, iré a ver al mismísimo Presidente de la Nación que también tiene su lado cholulo y por eso me cita en la quinta de Olivos ¡a las seis de la mañana!

“Pato, me querés decir en qué estabas pensando” dice Silvina no bien regreso del viaje al interior de mi conciencia y retomo la ruta.

viernes, 20 de marzo de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 14

LAS VACACIONES SON UN VIAJE DE IDA

Nuestras vacaciones empiezan a parecerse a una road movie.

Aquí vamos otra vez en el auto como adolescentes rebeldes. Comienzo a sentir el impulso irrefrenable de entrar a una estación de servicio, llenar el tanque y escaparme sin pagar.

“Pensemos bien lo que queremos hacer” dice Silvina.

“Eso, pensemos bien” digo ya sin mostrar entusiasmo por ningun tipo de pensamiento, ni bueno ni malo.

“Volvamos al hotel del principio que está la comida paga” son las palabras claras, precisas y concordantes de Sofi, criatura de una madurez que asombra y con una interesante propensión a no querer gastar nunca un peso.

“¿Y por qué no vamos a la costa, a Aguas Verdes?”, dice Juli, criatura con un sentido de la fantasía que asombra y una tendencia a querer gastar hasta la última moneda que lleva encima.

“¿A la costa, Juli? Pero ¿vos sabés lo que estás diciendo mi vida? Creo que nos queda más cerca Nairobi.” Me exalto un poco. Juli lo nota inmediatamente y por supuesto no lo deja pasar. Sube un poco el volumen de su voz:

“Sí papá, sé lo que estoy diciendo. ¡No soy una tonta!”. La miro por el espejo retrovisor. Va remarcando cada palabra que dice con un gesto de las manos.

“Juli, ¿tenés idea de cuántos kilómetros hicimos para llegar hasta acá?”, le pregunto.

“Sí. Casi novecientos” contesta demostrando que no por ser fantasioso se tiene que ser al mismo tiempo desinformado.

“Hagamos esta cuenta… Novecientos... ¿Novecientos más cuatrocientos?” pregunto implacable.

“Novecientos más cuatrocientos novecientos más cuatrocientos... mil trescientos”, responde demostrando que los genios matemáticos, con su capacidad innegable de abstracción, pueden ser al mismo tiempo personas muy fantasiosas.

“Mil trescientos, muy bien, mil trescientos ¿qué?” hago la pregunta sabiendo que no está formulada de un modo claro.

“¿Cómo mil trescientos qué? Vos me preguntaste cuánto era novecientos más cuatrocientos”, por el espejo retrovisor puedo ver los ojitos chispeantes de Julieta.

“Claro mi vida, mil trescientos es un número, pero ¿de qué estamos hablando, mil trescientos aviones, mil trescientos choclos...?” Odio cuando empleo esa ironía pero estoy alunado y me lo perdono inmediatamente.

Juli se queda observándome con una expresión que, en el rostro de una persona mayor, podría ser tildada sin exageraciones como de odio.

Por un instante, Sofi vuelve de la isla donde está pasando sus vacaciones e interviene:

“Mil trescientos…kilómetros, ¿no te das cuenta tonta? Lo que te quiere decir papá es que para ir a la costa tendría que manejar otros mil trescientos kilómetros”.

Me encantó lo de “otros” porque es el reconocimiento a mi esfuerzo por haber manejado hasta aquí. Sofi es una criatura extraordinaria. La circunstancia de que vista de negro no le impide ser una preadolescente brillante.

“Bueno está bien, ustedes cárguenme todo lo que quieran pero yo digo de ir a la costa porque en Aguas Verdes siempre estamos tranquilos y la pasamos bien”, dice Julieta.

No tengo una sino dos hijas brillantes. Su argumento es irrefutable. Si tuvieras la felicidad asegurada a mil trescientos kilómetros de distancia, ¿no emprenderías ya mismo el camino? La respuesta es: no. No con la nafta a casi dos pesos el litro.

Entretanto Silvina parece observar el paisaje. Pero se que es sólo una pantalla. Para sus adentros está evaluando los pros y los contras de esta nueva situación. Contagiada por el entusiasmo sin fundamento de las nenas, también ella tiene ganas de continuar, de seguir y seguir recorriendo caminos, subiendo y bajando del auto sin echar raíces en ninguna parte.

Pasamos por un pueblo diminuto y casi desierto. Detengo el auto al lado de una mujer muy mayor que yace sentada al borde de la ruta. Tiene unos ojos celestes enormes que se hacen más brillantes y claros contra su piel curtida por el sol. Le pregunto en qué localidad nos encontramos. Responde que estamos en el pueblo de Papagayo.

“En realidad es Papagayo... nosotros le llamamos pueblo por dignidad nomás”.

Le pregunto si en algún lugar del pueblo hay una rotonda.

No sólo ella: todos están intrigados con mi pregunta.

Me indica que hay una rotonda grande en la entrada a la ruta y otra más chiquita en la placita del pueblo. Le agradecemos y de paso compramos un pan con chicharrones.

Luego opto por la rotonda de la placita, alrededor de la cual damos unas cuarenta o cuarenta y cinco vueltas a marcha lenta, hasta que por fin nos ponemos de acuerdo con la elección de nuestro nuevo destino.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 13


CHIDI Y GULY SE DESPIDEN

Desde afuera es muy simple decir que me comporté como un desconsiderado. Tal vez haya sido así en parte. Pero les pido que hagan una prueba. Consigan una copia de “Hacéme un pete”. No la compren. Pídanla prestada. Ahora pongan el cd en el aparato que acostumbren utilizar para escuchar música. Retrocedan a la página diez de este libro. Bien. Ahora presionen el botón que dice “repeat”, eso hará que el tema del pete se repita indefinidamente. ¿Listos? Ahora presionen en “play”, verifiquen que la perilla del volumen esté al máximo y retomen la lectura, desde la página indicada hasta estas últimas palabras que estoy escribiendo.

¿Alguno pudo hacerlo?

¿Vos? Vos fuiste el único que pudo. Contáme qué sentís. No, no, perdón, disculpame, yo no soy ningún imbécil. No varón, estás errando el tiro. No, yo no soy ningún imbécil. Vos te metiste a hacer esta experiencia porque quisiste, nadie te obligó ¿me entendés? Además vos... yo te tengo... yo a vos te vi... ¿vos no sos?... vos sos el que manejaba el camión con los choclos en la situación equis? ¡Viste cómo te saqué! Claro, a medida que te iba observando cómo hablabas, la gorra celeste... ¡Pero claro…si sos el camionero de la situación equis! ¡Qué chico es el mundo!

De todos modos, si excluímos al camionero de los choclos, que vendría a ser la excepción que confirma la regla, nadie soportó la experiencia.

Mientras hacemos otra vez los bolsos, analizamos diferentes alternativas para seguir aprovechando nuestras vacaciones. Silvina propone no complicarnos más la vida y pasar los cuatro días que nos quedan en algun camping. “No quiero irme sin visitar Unquillo”, dice.

La idea me parece una locura porque pagamos por una semana de hotel con pensión completa. Ella me da la razón pero, por supuesto, señala que irnos en carpa tendría la ventaja principal de hacer nuestra vida sin sujetarnos a horarios, de no tener que discutir más con nadie y ocho o nueve ventajas accesorias que en este momento no recuerdo.

Acordamos tomar la decisión en el camino. Silvina hace una última revisión de los placares cuando golpean en la puerta de la habitación.

Al abrir encuentro el siguiente panorama: en el centro don Fortunato Chidichimo, a su derecha el Cholo, a la izquierda la esposa de Chidichimo que era la misma mujer del plumero que yo había confundido con una mucama del hotel. Los tres tenían los ojos empapados en lágrimas.

“Guly, hijo querido, a nosotros nos duele mucho que te vayas así”. Chidichimo sujetaba mi cara entre sus manos.

“Acá todo el personal del hotel te queremos decir en nombre propio y de todos los que integramos esto que es como una familia, te queremos decir... Guly, ¡hasta la vuelta! ¡Guly esta fue, es y será… tu casa!”.

De manera espontánea, gente de otras habitaciones comenzó a agolparse frente a la puerta abierta de nuestro cuarto.

“¡Viva don Fortunato y viva Guly!”, gritó alguien entre el tumulto. Como respuesta hubo otro “viva” seguido por un aplauso cerrado.

Entre la gente, se abrió paso un hombre que llevaba adherido un penetrante olor a fritura. Con un movimiento de prestidigitador, extrajo por debajo de su delantal una botella de sidra.

“Y ahora vamos a brindar por la felicidad de Guly y de todos los presentes. ¡¡¡Y que viva Córdoba!!!” dijo envalentonado. Se trataba del cocinero del hotel.

A falta de copas, la gente bebía un sorbo del pico y se iba pasando la botella.

“Tomá de una vez nene” dijo una mamá golpeando en la cabeza a su hijito que se resistía a beber.

A una señal de don Fortunato, el Cholo se adelantó extendiéndome un paquete.

“Esto es nada má que un testimonio del afecto que nosotros sentimo por cada huespe que entra a este hotel que es como una familia y por eso...” trastabilló el Cholo... “es que le damo este testimonio”.

Propuse abrir el regalo más tarde porque me sentía algo desbordado por la emoción. Pero la gente no tardó en pedirme que abriera el paquete sin más dilaciones.

Así lo hice al fin y al cabo.

El obsequio de despedida era un compact disc del conjunto de música tropical “Los Pantera” que incluía, desde ya, el tema que asolaba el verano con la contundencia de un top ten: “Haceme un pete”.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 12

SILVINA: CUARTO CRECIENTE

“¿Así se lo dijiste?” pregunta Silvina.

“Así como lo escuchás” contesté.

En silencio, mi esposa analizaba, como era su costumbre, los pros y las contras de la situación.

Ella siempre tiene una visión novedosa que contrapesará la mía.

A ver. Imaginemos una situación equis. Baia baia baia, por más que lo intento no puedo imaginar una situación equis.

Bien. Aquí tengo una: vamos a suponer que estamos de viaje por una ruta. Digamos que nos encontramos en pleno viaje por la mismísmia ruta nueve cuando un camión cargado con choclos nos pasa de manera imprudente. Unos kilómetros más adelante la ruta está cortada porque nuestro camión de choclos volcó. Se hace una cola de tres kilómetros. Recalienta el motor del auto, las nenas continúan hablando como cotorras, el auto comienza a perder forma fundido como un queso por calor del sol.

¿Cuál es mi visión de las cosas? No tardo mucho en llegar a la conclusión de que hay que asesinar a todos los conductores imprudentes antes de que ellos lo asesinen a uno. Es más, si bien esta es una situación equis no pierdo oportunidad de insultar al conductor del camión cuando por fin nuestro auto alcanza el lugar del accidente.

“¡Estúpido, imbécil!” digo escupiéndole a la cara los granos de un choclo que metros antes recogí del pavimento con el sólo propósito de agredirlo.

Ahora veamos el razonamiento de Silvina. Para ella tenemos que rescatar una cantidad de aspectos. Primero agradezcamos que el camión nos pasó sin embestirnos, sin siquiera rozarnos, lo que nos permite seguir viaje. Segundo: ¡qué bueno que pese a la cola de tres kilómetros el auto no recalentó! ¡Este auto es un fierro y por nada del mundo vamos a cambiarlo! Tercero: suerte que el camión llevaba choclos y no explosivos porque sino esto hubiera sido una tragedia. Cuarto: las chicas por fin pudieron orinar porque yo venía diciendo que esperaran hasta la próxima estación de servicio así no perdíamos el promedio y resulta que la estación de servicio nunca aparecía. Quinto: en la ruta quedaron desparramadas dos toneladas de choclo. ¿Pensaste en lo bien que le van a venir a toda esa gente que no tiene nada para comer?

Es difícil sorprender a Silvina dando un paso en falso. Todo lo razona. Esa cualidad, unida a su lado masculino tan desarrollado, hace de su personalidad un cóctel que cualquiera se tomaría con gusto. Cada uno de sus actos tiene un motivo que lo fundamenta. Pongamos un ejemplo: cada clavo que coloca en la pared tiene su explicación. Nunca la podes sorprender con un “hubiera estado mejor un poquito más arriba” o “un poco más a la derecha”. No trates de hacerlo porque invariablemente tendrá al menos dos argumentos para justificar la ubicación de lo que se te ocurra. Clavos, tarugos, tornillos, estantes, voltaje de las lámparas que compra y coloca, tipo, calidad y rendimiento del papel higiénico que usamos, distribución de los muebles, orientación de las camas, régimen de comidas, elección de la pasta dental y del desodorante.

En conclusión, más vale que vayas borrando esa sonrisa estúpida por haber comprado algo en oferta. Ella descubrió un lugar donde la maldita cosa que acaban de embalarte está más barata. No le des más vueltas, no le discutas: siempre será más barato en el sitio que ella descubrió.

Y ahora volvamos a su particular filosofía, a su sinsobornable visión de que las cosas son siempre para bien.

De modo que estos bolsos que estamos haciendo de vuelta para alojarnos vaya a saber dónde, este olor y esta música insoportables, tienen una explicación en el universo de Silvina. Una contrapartida.

Solo hay que relajarse y disfrutar la estada en su apacible universo.

Siguiendo la línea materna, las nenas están enloquecidas con el nuevo cambio de hotel. Suben y bajan por las escaleras trasladando los bolsos cada vez con mayor entusiasmo.

viernes, 13 de marzo de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 11

HABLANDO LA GENTE SE ENTIENDE

Así que ahí estabamos otra vez con mi esposa esperando por nuestro desayuno. Esta vez nenas nos pidieron permiso para quedarse en la habitación. Estaban muertas de sueño porque, como es de esperar, se quedan charla que te charla hasta altas horas de la madrugada haciendo comentarios que, la mayoría de las veces, hacen referencia a los diferentes chicos que van conociendo en el hotel. La ocasión es ideal para estar a solas con Silvina, como dos enamorados en el hotel equivocado. Porque teníamos que irnos de ese hotel en forma urgente.

“¿Sabés una cosa? ¡Me encantó!”, dice.

Por un momento, vacilo.

“¿Cómo puede encantarte esto?” repliqué abriendo los brazos.

“No, el hotel no, salame, me encantó tu tema musical”.

No sé cuanto hay de sincero en las palabras de Silvina. Conociéndola, lo que acaba de decirme puede ser muy bien lo que para su particular psicología vendría a ser la contrapartida de nuestra estada en el hotel. O sea: estamos pasando espantosamente estas vacaciones, los hoteles son horribles pero por otro lado pensá que gracias a eso pudiste escribir un tema musical.

Estamos casi solos en el comedor, las manos entrelazadas por encima de la mesa. A mi derecha acaba de acomodarse, de horcajadas en una silla puesta del revés, don Fortunato Chidichimo. Por eso dije que estábamos casi solos.

“¿Cómo la están pasando los tortolitos?” dijo arrojando el humo del cigarrillo sobre nuestra mesa.

Estuve a punto de contestarle sobre el pucho precisamente por su condición de fumador, pero tengo un instante de vacilación.

“¿Los invito a algo más?” dice Chidichimo mirando el café con leche a medio tomar en la taza de mi mujer.

“A ver cocina, ¡otra vuelta de azúcar para la señora!” Nadie le contesta. Se levanta, va hasta la cocina. Por primera vez en dos días deja de escucharse el tema del pete. Hay una discusión en la que a duras penas prevalece la voz de nuestro gerente que a continuación sale de la cocina con el sobrecito de azúcar en la mano.

“Este hotel es una familia” dice abriendo el sobrecito y volcando el azúcar sobre el café con leche helado de Silvina.

“.. Y vio cómo son las familias la... ¡la rrrreputa que te rremil parió Cholo me bajás ya mismo esa música...!”

Desde la cocina Cholo, que aparentemente no había comprendido muy bien el contenido de la discusión con Chidichimo, volvió a poner el tema musical del pete.

Silvina observaba su taza como asomada al vacío.

“Ahora tómeselo”, dijo Fortunato.

Silvina tomó un sorbo por compromiso. Luego apartó la taza.

“Y claro, lo sirven demasiado caliente” dijo nuestro anfitrión. Luego se levantó de la silla y tomó una taza vacía de la mesa vecina. El humo de su cigarrillo apoyado en el cenicero circunvalaba curiosamente la cabeza de Silvina para enfilar luego derecho hacia mis ojos irritados.

“No tenés que llorar, hijo, ¿no te ofendés si te llamo hijo?” dijo comenzando a trasvasar el café con leche de Silvina a la taza vacía. “Mire que estoy cansado de decirles: no me sirvan las cosas pelando porque después no se le siente el gusto a nada”.

Repitió la operación alrededor de diez veces, siempre sacando la lengua afuera en un intento de afinar la puntería.

“Ahora sí m’hijita, me parece que ya está para tomar...”

Silvina se excusó diciendo que había olvidado algo en el cuarto. Intuí que ya no retornaría al comedor. Mejor. Eso me daba más seguridad para comunicarle la decisión a don Fortunato sin ningún tipo de ambigüedades. Más que ambigüedades diría yo contradicciones que en más de una oportunidad, como ya dije, se planteaban como consecuencia de la conducta a veces imprevisible de Silvina.

Un reciente episodio en Buenos Aires, antes de salir de viaje, va a ayudar a medir la dimensión de estas actitudes de las que hablo.

Tengo la manía de querer dejar todas las cuentas pagas cada vez que salimos de vacaciones. Gas, luz, teléfono, internet. Me gusta volver y no encontrarme con ninguna factura. Por lo general abono todas estas boletas en un maxikiosco que tiene Pago Fácil. Al lado de ese local está el kiosco de diarios y revistas que se ocupa precisamente de llevarnos el diario los fines de semana.

“Mirá, para ganar tiempo por qué no te quedás vos en el pago fácil y mientras tanto yo devuelvo la película en el video” dijo Silvina.

Me quedo en el Pago Fácil. Abono mis boletas y me dirijo al kiosquito de revistas, donde el dueño me comenta que este mes no le pagamos el diario. Le digo que me parece raro. El hombre me porfía y dice que no encuentra la boleta con el sello de “pagado”. Le digo que no se haga problema, lo consultaré con mi mujer que es la que guarda todas las facturas en una caja que, precisamente, lleva el rotulo “Facturas-Boletas”.

Como Silvina se demora voy hasta el video. Ella es la tercera en la cola. Le transmito lo que me dijo el diariero. Me contesta con una seguridad blindada que la factura que nos reclaman ya está paga.

“Andá y decile que nosotros pagamos, que cualquier cosa después le llevo la boleta.

“Bueno”, le contesto, “te espero ahí en el kiosquito”.

“Mirá”, le digo al kiosquero con una seguridad superior a la que un rato antes había exhibido Silvina, “mi señora dice que ella se acuerda perfectamente que nosotros te pagamos”. Remarqué silábicamente la palabra perfectamente. Enfaticé muy especialmente la “p” de “pagamos”.

Con fina cortesía el diariero dice que no hay problema, que en lo posible después le acerquemos la boleta. Luego me demoro un rato más anticipándole algún detalle de mis futuras vacaciones.

“Acordate de no dejarnos el diario los próximos dos fines de semana” le recuerdo mientras la veo acercarse a Silvina que finalmente se queda parada frente a mí y me examina como intentando reconocerme.

“Le comentaba al muchacho que te pregunté por el tema de la factura de los diarios del mes pasado y que vos me decías que te acordabas perfectamente de haberla pagado”.

Silvina se mantuvo en un silencio al cual, en principio, no le di importancia. Con un optimismo cándido, pensé que no había entendido la pregunta. Se la volvió a reformular el diariero:

“Su esposo me decía que usted se acuerda de haber pagado la factura del mes de...”

“Para nada...”, disparó Silvina, “Yo no me acuerdo para nada.”

No exagero cuando escribo ese “Yo” con mayúsculas: quería, sin lugar a dudas, diferenciarse de mí, desmentir por completo mis palabras.

“Yo no me acuerdo para nada” resonaba ya por todos los rincones del barrio.

“Pero Silvina, ¿te acordás que recién te pregunté en el video?”

Silvina desaparecía en un agujero negro:

“Sí Pato pero no me acuerdo” dijo mientras hundía fríamente la aguja de su amnesia en el flotador de mi credibilidad.

Porque entre otras cosas, a la vuelta del viaje me quedaba la tarea de reconstituir mi credibilidad. Era inevitable que el kiosquero hablara de mí como un impostor a la gente del págo facil. Y al lado del pago fácil está la frutería donde vamos siempre. Y en la esquina el video. A esta altura, seguramente que ya me habrían convertido en el hazmerreír del barrio.

Un acceso de tos me volvió a la realidad: el humo del cigarrillo de don Fortunato seguía apuntando directo hacia mis ojos.

Chidi me miraba con desconcierto por detrás de los cristales de sus anteojos sucios de grasa y mariposas muertas.

Al fin y al cabo, quién entiende al ser humano, me había encariñado con ese hombre sacrificado y ya podía imaginarlo levantando su hotel ladrillo a ladrillo a la par de los obreros, poniendo el hombro a la adversidad y al infortunio.

Sí, sin dudas que había algo de heroico en la vida de ese hombre tosco, casi elemental. Llamemos a las cosas por su nombre: era un energúmeno. Sentí que era el momento de acercarme a él no sólo física sino emocionalmente:

“¿Usted conoce a Kierkegaard?”, le pregunté.

Se recostó sobre la silla, dio una larga pitada a su cigarrillo negro y llamó a la recepcionista. La mujer se acercó a nuestra mesa. Chidi le dijo algo al oído. La mujer salió y reapareció al rato con un cuaderno de tapas blandas. Examinando el cuaderno completo Chidi me miró a los ojos y dijo:

“Por lo menos este último año acá no estuvo alojado nadie con ese nombre”.

Me sentí invadido por una ternura que si hubiese sido humedad hubiera llenado mi espíritu de hongos. Tomé a Fortunato por los hombros. Pude sentir su respiración de mastín noble y fiel. Ese hombre podía ser mi padre. Es verdad que mi decisión irreversible, pero ese ser humano tallado en madera con el cincel de la adversidad, se merecía una explicación:

Buscando las mejores palabras, le hice entender que él era una suerte de tapia y que había tomado la decisión de abandonar su hotel.