sábado, 4 de julio de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 35


VOLVAMOS A LA RUTA

“Esta vez pongamos las colchonetas en el techo del auto así no viajamos tan apretados”, sugirió Silvina.

Era una buena idea considerando que el auto volvería más cargado que en el viaje de ida.

Llevábamos alrededor de ocho cajas de alfajores, a las cuales había que agregar otras dos cajas de zapatos con piedras de diferentes lugares de Córdoba. Por supuesto que todo estaba rotulado con el detalle con que acostumbra hacerlo Silvina. Por ejemplo, una caja decía “Piedras mica Villa Giardino”. La otra decía “Piedras mica La Cumbre”. Era imposible hallar diferencia alguna entre el contenido de una caja y de la otra, pero Silvina es una gran organizadora.

Una bolsa de nylon tenía una etiqueta pegada que decía “Rama espino camino altas cumbres”. Otra cajita como para un reloj pulsera decía “Restos cáscaras de huevo para moler”. Lo que había sido el envase del dentífrico iba cuidadosamente cerrado con cinta aisladora. Decía “Panaderos recogidos cumbre Uritorco. Ojo: este lado para arriba”. El envase de cartón del bicarbonato tenía una etiqueta de cuaderno que decía “Semillas planta misteriosa”.

Llevábamos también dos ramas de roble de alrededor de metro y medio, dos piedras rojizas de forma piramidal de alrededor de cinco kilos cada una, sobre las cuales Silvina había escrito “Piedras esotéricas Huerta Grande”.

Junto con las colchonetas, viajaban en el techo del auto alrededor de seis enormes tallos de una planta a la cual bautizamos “penacho”. Era alta, plumosa y de color rosado. La gente tenía una especial atracción por esta planta a la que atacaba con ánimo depredador. Daba pena ver cómo la arrancaban salvajemente de la ladera de las sierras. De ahí la denominación que escogimos.

En la butaca del acompañante ya no viajaría Silvina. En el camino de ida habíamos visto repetidamente la increíble oferta de cinco melones por un peso. Silvina me aconsejó comprar diez pesos de melones.

“Puede parecer mucho al principio pero vas a ver, cuando te quieras acordar, se nos fueron todos los melones”. Contra todas sus previsiones, los melones se sintieron muy cómodos en el interior del auto. Los teníamos numerados.

La visión en el vidrio trasero estaba prácticamente anulada porque, amortiguados entre suéteres y buzos de las nenas, viajaban tres docenas de huevos blancos. Eran parte de una oferta que no podíamos rechazar. Tres docenas de huevos por un peso. Sólo cuando pagamos la señora no informó que se trataba de huevos de pato gallareta. Cada huevo tenía escrito con marcador azul las letras “HPG – Este lado para abajo”, indicación cuyo alcance no alcancé a comprender porque los huevos eran redondos y pequeños como pelotitas de pin pon.

En el momento de nuestra partida, fuimos despedidos desde la explanada del hotel por la casi totalidad de su personal.

“Recuerde que el apto para la pileta le sirve por cinco años” me recordaba la gerente agitando un pañuelo”.

“Igual cada tanto pásese el trapito con kerosén” recomendaba uno de los médicos.

Aunque el coche se desestabilizaba un poco por la carga de melones, la idea de Silvina de colocar parte de las cosas en el portaequipaje hizo más confortable la vuelta.

Sin dudas que el nuevo plan de volvernos haciendo previamente una pequeña escala en San Pedro nos puso a todos de buen humor.

Durante el viaje poníamos la radio y nos divertíamos cambiando las letras de canciones reconocidas. Hacíamos monigotadas, imitabamos las voces de familiares, en fin, dejábamos que la conversación se fuera por las ramas, para lo cual contribuyeron sin duda las dos ramas de roble que llevábamos dentro del auto, atravesadas de ventanilla a ventanilla en el asiento trasero.

La disposición de los troncos cambió forzosamente luego de que arrasáramos con la cabina del primer peaje. Entonces las colocamos en sentido longitudinal, entre el respaldo de los dos asientos delanteros.

Salvo un ruido casi imperceptible de la cadena de distribución, el coche se portó como una verdadera máquina bancándose la sobrecarga de peso y la resistencia al avance que significaba tener una pila de cosas atadas en el techo.

A la altura de Rosario la cosa se complicó un poco por la presencia de un viento muy fuerte en sentido transversal a la ruta. De ahí en adelante el andar del auto fue extraordinario. Era como si tuviéramos permanentemente viento de cola. Una seda.

No hacíamos más que deshacernos en elogios de lo bien que andaba, hasta que llegamos a una estación de servicio a la altura de Funes. Allí comprobamos que las colchonetas ya no estaban más en el techo, probablemente por la acción de ese viento cruzado que nos había sorprendido unos kilómetros antes.

“No importa, armamos una sola carpa y dormimos los cuatro en nuestro colchón”, dijo Silvina.

“Nosotras queremos estar en nuestra carpa” dijo Juli en representación del gremio de los hijos desencantados.

“¿Te acordás que la última vez que dormimos los cuatro juntos en Aguas Verdes papá no pudo dormir? Se la pasaba moviéndose y al final nos despertaba a los demás” puntualizó Sofi.

“Y encima vomitaba” dijo Juli con ternura.

Pero era cierto. Estábamos en Aguas Verdes y se me ocurrió asar un pollo que más tarde descubriríamos que estaba en mal estado. De todos modos Juli no contaba toda la verdad: terminamos vomitando todos.

“Todos vomitamos esa noche Juli, todos vomitamos...” dije haciendo justicia.

“Sí... todos vomitamos pero ¡vos compraste ese pollo!” dijo Juli.

“¡Verdad!” agregó Sofi con ese espíritu notarial que lleva en el alma. “Me acuerdo que mientras lo hacías nos decías que había que tener mucho cuidado con el pollo por esto y por lo otro y al final terminaste comprando un pollo podrido”.

Me sentí dolido por esas palabras. Estaba por ensayar una respuesta dura cuando me di cuenta de que en realidad el dolor me lo provocaban las piernas rígidas como estacas después del esfuerzo muscular del partido de fútbol.

Entre paréntesis, en el espejo retrovisor se balanceaba la medalla que gané como jugador más valioso. Era un trofeo llamativo. En el anverso tenía la imagen de la virgen de Luján haciendo la “v” de la victoria sobre el fondo de un arco de fútbol. Tenía impresa la leyenda “Jugador más valioso”. En el reverso aparecía la figura de un jugador de fútbol bajándose los pantalones y mostrando el culo. Debajo, otra leyenda decía “Que la inocencia te valga”.

“Parece que no quisieran dormir con nosotros” dijo Silvina.

“No es que parece mami”, dijo Juli entrecomillando con sus deditos la palabra “parece”, “es que nnno queremos, ¿entendés?, nnno queremos”.

“Preferimos dormir sobre el piso en nuestra carpa” agregó Sofi ahogando mi última esperanza de escuchar alguna palabra considerada.

“Prefieren dormir solas, con frío y sin colchonetas a...”

“¡Sí!”

Costaba entender que ya no representáramos más nada en sus vidas.

Pero siempre tengo un as bajo la manga.

“San Pedro tiene un lindo centro. Ya que vamos a llegar cansados para ponernos a cocinar, podríamos ir a cenar una rica pizza”, propuse.

“¡Dale!” Cerró trato con entusiasmo Silvina.

“Además puedo ver el partido de Boca, porque acá los boliches son como en la Capital. Tienen de todo. Acá tienen jueguitos electrónicos, internet...” dije tejiendo la telaraña.

En el asiento trasero, las mosquitas no tardaron en caer:

“Es cierto... hay internet y jueguitos electrónicos...” dijo Juli. Los ojitos le brillaban como cristales de roca.

“Papi... ¿y si mientras vos ves el partido nosotras...”. Dejé deliberadamente inconclusas las palabras de Sofi.

“... nosotras vamos a... ¿nos podrías dejar ir a los jueguitos?”

Miré mi rostro tostado en el espejo retrovisor del auto. Cuando quiero, soy listo y despiadado. Era el momento de recuperar el cariño de mis hijas por la única vía posible: el soborno.

“Está bien... ¡Pero si duermen con nosotros!”

“¡Síiii!” contestaron al unísono.

“Yo las acompaño” agregó Silvina fiel a su costumbre de alejarse cien kilómetros a la redonda de cualquier evento futbolístico.

Cada vez que vamos a San Pedro, elegimos el mismo camping: el del Club de Pescadores. Tiene un césped impecable, parrillas individuales, luz, baños limpísimos, un restaurant coqueto, proveeduría, excelentes servicios y playas de una arena blanca como la sal.

Es un lugar por demás recomendable, pero no llega un día sábado. Prácticamente no hay lugares disponibles.

“Lo único que nos queda es ese lugar ahí, en el hueco que dejaron las dos carpas canadienses” dice el encargado de recibirnos.

Se refiere a un espacio suficiente para media carpa debajo de un gomero que desgarra la superficie del terreno con sus imponentes raíces. No me imagino armando la carpa en ese sitio. Titubeo. Silvina parece leer mi pensamiento:

“Buenísimo. Lo tomamos” dice.

Por eso aclaré que parecía leer mi pensamiento.

Tanto Sofi como Juli se quedan mirando a Silvina tratando de imaginar qué tipo de virus la ha afectado para aceptar ese lote.

“Va a estar bueno, van a ver. Háganle caso a lo que dice mamita”.

Las tres se ponen a armar la carpa llenas de un optimismo desbordante. A mí me piden que descanse porque me la pasé manejando, pobre santo. Detesto que me digan pobre santo. Algún día voy a aclararles ese tema. Decido ir a tomar una ducha mientras ellas hacen su trabajo.

Cuando salgo de tomar mi ducha veo a Julieta y a Sofía paradas, de brazos cruzados, en la puerta de la carpa.

“¡Yo ahí no duermo ni loca!” dijo una.

“¡Y yo menos!” dijo la otra.

Agachada en cuatro patas, se asomó por la puerta de la carpa la cabeza de Silvina.

“Estuve alisando el piso” me dijo. “No quedó tan mal”.

Me asomo al interior de la carpa. Dos enormes raíces de gomero grandes como caños de gasoducto, atraviesan el piso en sentido longitudinal.

“¡Listo! Las nenas que duerman en el hueco de las dos raíces y nosotros dormimos uno en cada punta”.

No se si lo dije antes: admiro la energía positiva de Silvina y su capacidad organizativa. Esas cualidades, puestas en un cerebro que funcione bien, harían una combinación letal.

“¿A vos te parece, papi? ¿A vos te parece que tengamos que dormir ahí?”

“Bueno...” digo “cuando volvamos del centro de haber comido la pizza y de haber jugado a los jueguitos electrónicos, ni se van a acordar del piso de la carpa...”

Las nenas se transfiguran instantáneamente.

Eso es lo fantástico de la gente sobornable: es tan previsible que uno siempre se puede fiar de ella.

Previsible... esa es la palabra. La gente sobornable es previsible. Y con gente previsible se puede construir sin sobresaltos una familia tipo.

Cuando volvemos de cenar, las nenas se arrojan dentro de la carpa y caen como desmayadas en el hueco de las raíces del gomero. Silvina toma su lugar en un lateral de la carpa y yo en el otro. Es como introducirse en un sarcófago porque la elevación del piso no me permite ver a nadie.

Pasados unos quince o veinte minutos comienzo a escuchar el ronquido tenue de Silvina. Luego deja de roncar y musita algo entre sueños:

“No... no me tiente...”, dice.

Me pongo en alerta. Ella ronca otro ratito y luego continúa:

“Le digo que no... mi marido no me lo perdonaría”.

Ahora estoy en alerta máximo. Silvina se mueve para un lado y para otro:

“No trate de convencerme... ¡no... le digo que no!” su respiración se agita tanto que intuyo un amargo desenlace del sueño. Amargo para mí quiero decir.

Silvina guarda un sospechoso silencio. En medio de la oscuridad manoteo la linterna y pasando por encima de las raíces del gomero, hago foco en el rostro de mi esposa. Tiene una expresión plácida, serena. Ya no quedan dudas: es la cara de alguien que se ha entregado. Incluso puedo ver esboza una sonrisa. Apago la luz de la linterna al tiempo que la escucho decir:

“Esteban...”

Todavía tengo la esperanza de haber escuchado mal. La cabeza me da vueltas. El estómago me da vueltas. Pero lo tremendo es que la cabeza me da vueltas hacia un lado y el estómago para el otro.

Espero en silencio una rectificación de Silvina que nunca llega. Al contrario, instantes más tarde vuelvo a oírla claramente:

“Esteban...” la inflexión de su voz es la propia de quien ha cedido, sin demasiada resistencia, a la tentación.

La boca se me llena de un sabor amargo que un rato antes de las palabras de Silvina atribuí al orégano de la pizza. De modo que… ¡Esteban! ¡Con que se trataba de Esteban!

Una tras otra comenzaron a pasar por mi cabeza las imágenes de nuestros años felices:

Silvina adolescente parada en la puerta de su casa con la máquina rotuladora.

Silvina de dieciocho años armando el rompecabezas de diez mil piezas y mandándolo plastificar.

Silvina ya grandecita continuando con el tema de los rompecabezas.

Silvina guardando en una cajita nuestras entradas de cine ordenadas por fecha.

Silvina planificando nuestro viaje de bodas en su cuaderno de tapas rojas.

Silvina guardando en cajitas etiquetadas los dientes de leche de las nenas bajo el rótulo “Dientes de leche Sofi”, “Dientes de leche Juli”, “Conservar en frío”.

Silvina guardando en cajitas de vidrio el primer mechón de las nenas y el último mío.

Todo aquello, toda esa felicidad empezaba a naufragar de manera imprevista en esa noche cerrada de San Pedro.

El sueño tendía su manto sobre mis hijas como un ángel protector. En medio de la tristeza, esta me pareció una buena frase. Bajo la luz de la linterna, la anoté en la contratapa de la Selecciones.

¡Qué triste y solo estaba en esa noche sanpedrina! ¡Cómo dolía escuchar la respiración inocente de mis chiquitas, ajenas al drama que acababa de desatarse!

Entretanto, en su bolsa de dormir, Silvina roncaba plácidamente. Volví a enfocarla con la linterna. En su rostro se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja.

“No hay dudas. Es el descanso de quien ha hecho el amor y se abandona agotado al sueño” dijo dentro de mí una voz que, tranquilamente, pudo haber sido la mía.

Esteban. Así que el sujeto dice llamarse Esteban. Así que vos sos el famoso Esteban. ¿Sabés lo que hago yo con vos?, porque vos a mí no me conocés, ¿no? Yo soy el marido de Silvina…. Sí, el marido de Silvina. ¡Ah! ¿Así que vos no conocés ninguna Silvina? ¿Vos a mí me viste cara de pelotudo o qué te pasa? ¿Sabés lo que hago yo con los tipos como vos? ¡Los aplasto como si fueran gusanos! ¿Me entendés cabrón? ¡Vas a reventar como un grano de pus!

En la imaginación ya no medía el alcance de mis actos. Justo cuando llegaba la policía, la voz de mi mujer me volvía a la realidad:

“Mmmsssbssss” balbuceó. Eso no cambiaba demasiado las cosas.

Luego de un instante de suspenso, su voz dijo lo siguiente:

“Esteban... esteban... este banco no me ofrece garantías suficientes para que deposite el dinero. No me insista. Mi marido tampoco pondría el dinero aquí”.

Las palabras de Silvina llenaron la oscuridad de la carpa de diminutos fuegos de artificio.

Así que Silvina... mi Silvina... ¡Qué felicidad inenarrable sentí!

“Qué poca cosa soy”, dije en voz baja enfocando el rostro de mi mujer. Y digo bien mi mujer porque no me había equivocado al elegir a Silvina. Era mi mujer.

“No me digas nada, sé que no te merezco. Me siento tan culpable de haber dudado de vos. ¿Cómo no fui capaz de reflexionar? ¿Cómo no me di cuenta de que vos hubieras sido incapaz de hacer una cosa así...? Te pido perdón. Te pido perdón Silvina. Mi Silvinita...”

Sin darme cuenta iba elevando el tono de voz al punto de que, involuntariamente, terminé despertándola.

“¿Me querés decir qué haces enfocándome a la cara? ¡Apagá esa linterna de una buena vez y dormite!” dijo un poco fastidiada.

Pero... ¡qué importaba su fastidio al lado de la felicidad recuperada!

Volví a acomodarme en mi sarcófago. Esta vez me pareció que el espacio no terminaba de alcanzarme para dormir en una posición cómoda. Después me di cuenta que era lógico: estaba henchido de felicidad

Ya relajado, calmo, sólo me quedaba por hacer una cosa antes de entregarme al sueño.

“¿El señor Esteban? Dígale que de parte del marido de Silvina. Sí, sí, dígale que espero lo que sea necesario... No, no, dígale que prefiero decírselo personalmente, que es una cuestión de honor... Ya sé que está muy ocupado, no importa, yo lo espero... ¿Mañana? ¿Mañana a qué hora? ¡Ah!, él los viernes se retira más temprano... ¡qué macana!... Bueno, yo le dejo esta tarjeta. Sí, sí, el me conoce. Dígale que vino a verlo el marido de Silvina. Que simplemente quería disculparme con él. Que todo fue un malentendido y... en otro momento se lo voy a explicar personalmente. Buenas tardes”.

Presentadas las disculpas del caso, me dormí como un osito.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 34

PAPA TIENE UNA BUENA NOTICIA

Mi esposa no tardó en exteriorizar sus celos como consecuencia de la entrevista con la pseudo profesional.

“A vos tampoco te hubiera gustado que yo lo hiciera, decí la verdad”

Esas fueron sus palabras antes de dirigirse al escenario montado en el comedor del hotel para recoger, en mi nombre, el premio por nuestra victoria en el partido de fútbol.

“Te pido perdón. Tenés toda la razón. Tengo que reconocerte que a mí no me hubiera gustado que me hicieras lo mis...”

“¿Y quién te dijo que yo no hice lo mismo?” contestó con una expresión glacial mientras se levantaba por segunda vez a recibir el trofeo que me correspondía en mi carácter de goleador del partido. Sentí que su permanencia en el escenario duraba un siglo. Estaba claro que me debía una explicación.

“Disculpame pero... ¿qué quisiste decir con eso de “quién te dijo que yo no hice lo...?”

“¿Te acordás del diariero?”

La tierra tembló bajo mis pies cuando se me vino la imagen del supuestamente inocente diariero. Así que ese mosquita muerta que acariciaba a mis nenas mientras les daba el Billiken, así que ese granuja que me había hecho un fanático de Selecciones del Reader’s Digest, así que ese atorr... ¡con razón se molestaba hasta casa para traer en mano la Enciclopedia de Bricolaje de Silvina!

Haciendo de tripas corazón y dando mi mejor imagen de duro, contesté:

“Sí, me acuerdo del diariero. Me acuerdo como si fuera hoy”.

“Bueno”, siguió Silvina, “el diariero...”

“No me digas más nada. Es suficiente. Es tu vida. Solamente te digo que se acabó. ¡Ahí no se compra el Billiken nunca más! En cuanto a nosotros...”

“Nosotros qué cosa. No entendiste nada, dejame explicarte...”

“Fue muy lindo mientras duró. No arruinemos más las cosas. El amor es eterno hasta que se acaba. Una vez que uno acabó sólo tiene sueño” dije visiblemente dolido.

“No seas tonto. No te engañé con nadie. Lo que pasa es que por un momento me puse a pensar en otra cosa. Pensaba en la vuelta. ¿No querías darle a las nenas la sorpresa de quedamos unos días más en San Pedro? Bueno, yo me puse a pensar en todo eso y, como hago muchas veces, sólo te tiré la conclusión”.

Las palabras de Silvina cayeron como un agua bendita que, como por milagro, empezó a diluir la incipiente osamenta de mi cabeza.

“Te decía si te acordabas del diariero porque me dejó dicho que a la vuelta le avisaras si querías reservar el libro del centenario de Boca”.

Nuestro querido diariero. Gaucho. Campechano. Siempre en el detalle. Hombre de códigos. Podía ver su imagen buena de trabajador incansable y servicial, siempre dispuesto a solucionar los problemas, a conseguir el cambio necesario como la vez que le compré la revista para colorear ese día que Juli estaba enfermita.

“¿No tiene más chico?”

“Tengo otra nena más pero ya está grandecita, si les llego a llevar una revista para colorear me mata”, contesté pensando que estaba frente a una persona inculta que se traga las eses.

“Lo que pasa que esta revista sale un peso. Y usted me paga con cien, ¿se da cuenta?” Contestó el diariero desde su bondad blindada. “Hagamos una cosa, yo le doy otra revista y así redondeamos y veo si llego con el cambio que tengo porque para colmo recién abro”.

Así que ese día ¡la sorpresa que se llevó Juli cuando me aparecí con la revista Pintitas, El Gráfico, La interpretación de los sueños de Sigmund Freud, un video de Cacho Castaña y los dos primeros tomos de la historia del pueblo canadiense!

¡Qué rápido podemos cambiar nuestra opinión en relación a una persona! ¡Qué rápido y qué injustamente! Así es la condición humana. ¡Qué volubles somos!

Nito. Diariero querido. Hombre fiel a sus códigos, fiel al barrio y, lo más importante, fiel a su señora.

Durante el almuerzo, les comunicamos a las nenas nuestro nuevo plan.

Sin duda que les encantaría volver a San Pedro, donde ya habíamos estado en otras oportunidades, pero al mismo tiempo me dolía tener que decirles que se aproximaba el final de nuestras vacaciones.

Como era lógico, decidí empezar por la mala noticia. Tomé el salero y el pimentero. Cuando estoy en la mesa, siempre ilustro lo que digo mediante la utilización del salero y el pimentero. Si es un choque de autos por ejemplo, en el salero viaja el conductor que maniobró correctamente y que nada tuvo que ver con el choque. En el pimentero en cambio viaja el irresponsable que viola las leyes de tránsito más elementales.

Por una confusión que no es común en mí, tomé equivocadamente el salero para ilustrar la mala noticia:

“Bueno, lo que tenemos que decirles con mamá es que decidimos volvernos antes e ir terminando nuestras vacaciones”.

Las nenas se miraron un instante en silencio. Luego Sofi preguntó si podían opinar. Por supuesto que sí, les contestamos.

“¡Bieeeeeen! ¡Por fin! ¡Bieeeen! ¡Iupiii! ¡Nos volvemos Juli!”

“¡Síííí, qué bueno! Gracias papi...”

“Gracias a los dos Juli... a mamá y a papá...”

“Ay, sí, gracias, gracias a los dos por volvernos...”

“Justo ayer hablábamos con Juli de cuánto faltaría para volver porque la verdad que estabamos medio... o sea... no es que la pasamos tan mal pero dimos tantas vueltas estas vacaciones que... al final ¿dónde es que veraneamos?”

“Yo le decía a Sofi que al final me parece que vinimos a Córdoba, ¿no?” dijo Juli.

“Claro chicas, por supuesto que es Córdoba, lo que pasa es que fuimos pasando por diferentes localidades, conociendo diferentes hoteles, cosas...”, aclaró Silvina mientras me observaba derramar la sal adentro de la botella de vino.

“Lo que pasa es que estamos un poco cansados, un poco nerviosos con tantas idas y venidas pero igual la pasamos bárbaro y además... ¡papá todavía tiene una buena noticia para darles...!” agregó Silvina.

“Mejor deciles vos”, dije tomando el pimentero.

“Bueno, lo que tenemos que decirles es que no vamos directamente para Buenos Aires. Vamos a parar unos días en San Pedro, total es la misma ruta por la que tenemos que volver. Nos quedamos un par de días y...”

“¿Otra vez a San Pedro?” interrumpió Juli

“Odio San Pedro” dijo Sofi. “Siempre lo mismo”.

“Sí, siempre lo mismo”, amplió el concepto Juli. “Siempre el río todo así, todo como húmedo”.

“Además ¿ese lugar no es donde siempre está lleno de bichos? Cascarudos, mosquitos...” Sofi decía todo esto a voz en cuello porque no se había sacado los auriculares donde continuaba machacando Marilyn Manson.

“Sííííí. Es el lugar donde cuando eras chiquita te dejaron a la noche en la carpa sin el mosquitero y te picaron miles de mosquitos, ¿te acordás?” dijo Juli con esa vocecita que, sin dificultades, se expandía hacia las otras mesas del comedor del hotel.

“Ay, qué exagerada Juli. No fueron miles de mosquitos... y bajá un poquito la voz”, intervino Silvina.

“Voz siempre dijiste que fueron miles de mosquitos. Que esa noche lo acompañaste a papá a pescar y la dejaron a Sofi chiquitita en la carpa sin el mosquitero...” Juli era imparable.

“Te acordás que vos misma me contaste que a la mañana siguiente la vieron a Sofi toda brotada, que tenía como setenta granitos, papá se los contó, y cuando la llevaron al médico el médico les dijo que eso no era un brote de nada, que eran picaduras de mosquitos y que si no les daba vergüenza ser tan abandon...”

“¡Te callás!” dije sacudiendo con violencia el pimentero.

“Papi... no la retes. Ella nada mas dice lo que siempre contaron ustedes...”. Inesperadamente Sofi defendía a Juli.

“Tiene razón Pato”. Como era de esperar, Silvina se dejaba llevar hacia donde soplaba el viento.

El resto del almuerzo se desarrolló en un ambiente de relativa calma. Silvina y las nenas degustaban sus respectivas porciones de ravioles y al mismo tiempo observaban atentamente la tarea que me ocupaba; vaciar el frasco de pimienta dentro de la botella de agua mineral con gas.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 33

MAGDALENA SAENZ ALBERDI

“Nombre completo...”

“Guglielminpietro. Con ge de gato.”

“Con ge de jugo...”

“No, jugo va con jota”

“Discúlpeme pero jugo va primero con jota y después con ge. Sino no diríamos jugo, diríamos júo”.

“Bueno. Pero mi apellido lleva dos ge. Las dos están bien al principio y con mucho orgullo las llevo.”

“Hablando del principio, cuénteme de su infancia”

“¿Por qué tengo que contar de mi infancia? ¿A usted qué le importa?”

“Ahí está... ahí surgió lo que le comenté antes... Su agresividad paranoide”.

“Mi padre era guardiacárcel. De chiquito ponía una madera terciada encima de mi corralito y jugábamos a que yo era un preso peligroso.

“¿Y su madre? ¿Qué hacía su madre frente a esa situación?”

“Mi madre me visitaba los días lunes, miércoles y viernes. Más no podía hacer. Era lo que le permitía mi papá”.

“¿Y su mamá nunca se rebeló frente a esa situación?”

“Mamá era muy legalista. Tengo que agradecerle que insistió e insistió hasta que me consiguió un régimen de salidas temporario.”

“¿Recuerda hasta cuando duró esta situación?”

“Duró más o menos hasta que empecé a golpearme la cabeza contra la madera terciada”.

“Eso me imagino que lo marcó...”

“No porque la madera terciada tiene un lado relisito que es el que mi papá colocaba hacia abajo para que el día de mañana, llegado el caso, no me lastimara”.

“¿Qué me quiere decir con el día de mañana?”

“Eso, el día de mañana. Hoy por ejemplo es lunes, mañana martes, y así...”

“¿Usted es hijo único?”

“No. Tengo siete hermanos”.

“Sin embargo tiene la cosa fantasiosa y juguetona del hijo único”.

“Bueno, no son siete. En realidad son cuatro.”

“¿A qué se debe que se ponga constantemente en guardia? Vea, espero que tenga hacia mí la misma actitud que yo tengo hacia usted. Yo me siento totalmente abierta a usted...”

“Está bien… soy hijo único”.

“Ay, ay, ay, mentirosote mentirosote. ¿Por qué un hombre tan tierno se empeña en aparecer antipático?”

“A propósito de tierno, ¿sabe como me llamaba mi mamá?”

“Y…algo así como mi osito de peluche, mi conejito, mi patito. Las madres siempre se refieren a sus hijos con diminutivos”.

“Se equivoca. Me llamaba por mi nombre y nada más”.

“¿De qué se ocupaba su mamá”?

“Según papá de muy pocas cosas”.

“A su juicio, ¿qué era lo que mejor hacía su mamá?”

“En eso opino como mi padre: las albóndigas y abrir la puerta”.

“¿Su mamá era hija única?”

“No. Tenía seis hermanos”.

“¿No me estará mintiendo otra vez?”

“No. Esta vez se lo juro: eran siete hermanos.”

“¿Cómo era físicamente su mamá?”

“Petisita, de rulos, mucho busto, voz de pito y muy maestra ciruela”.

“¿Y cómo era su papá?”

“Alto, cabello lacio, poco busto, voz grave.”

“¿Qué era lo que le gustaba más de su mamá?”

“Me encantaba cuando dormía”.

“¿Y de su papá?”

“Me encantaba cuando era indiferente”.

“¿Alguno de los seis hermanos de su mamá era parecido a ella?”

“Sí, sí... el menor... no recuerdo su nombre.”

“¿No recuerda por lo menos con qué letra empezaba?”

“Sólo puedo decirle que a todos los hijos nos habían puesto nombres bíblicos”

“A ver... Mateo... Marcos... Lucas... Juan...”

“No, no... era una cosa como...”

“Ezequiel... Daniel... Jeremías... Isaías...”

“¡Deuteronomio! El más chiquito se llamaba Deuteronomio... Ahora me voy acordando... El mayor era Pentateuco, después el segundo era... Génesis... después nacieron los mellizos Exodo y Levítico y el anteúltimo varón fue Números. Como verá, mamá fue la única mujer”.

“¿Y cómo se llamaba su mamá?”

“Epístola”.

“Y dígame un poco, ¿a usted nunca le molestó ser hijo único?”

“Y... sí... la verdad es que muchas veces me he sentido... solito”

“¿Usted sabe que los pelirrojos son muy fogosos?”

“Sí que lo sé. También sé que no soy pelirrojo”.

“Tampoco yo soy psicóloga”.