EL DEPORTE Y EL HOMBRE
Las nenas son las que vienen con la novedad: ¡es el día de las olimpíadas veraniegas! No podemos abstenernos de participar. Pusieron un cartel que dice: “señores huéspedes: prohibido no participar”.
“Es una manera de decir”, les explico, “en realidad lo ponen así para que la gente participe y se relacione, no porque sea obligatorio”.
“El cartel dice: prohibido no participar” entrecomilla Juli con sus deditos.
“Ya sé Juli, pero lo que dice papá es verdad. Lo que pasa es que lo ponen así porque hay gente poco sociable a la que le cuesta relacionarse, entonces terminan haciendo su historia” dice Silvina.
“Bueno... tampoco se puede generalizar” dije tratando de entreabrir la puerta que Silvina acababa de cerrar. Pero el final era previsible.
“¿Qué quiere decir que hacen su historia?” preguntó Juli.
“Y... más o menos quiere decir que solamente les importa de ellos, que no les interesan los demás” agregó Silvina haciendo esquí acuático sobre el mar de la inconciencia.
“O sea que los que hacen su historia se cagan en la gente” sintetizó Sofi, que es la que ya va al segundo año del secundario con especialización en lenguas.
“Exactam... De alguna manera es así... pero como dice papi, no hay que generalizar”.
“Entonces nosotros, que nos interesa la gente... vamos a participar” dedujo correctamente Juli.
“¡Claro mi vida! ¡Ustedes tienen que participar!” dijo con fingido entusiasmo Silvina.
“No, nosotras solas no. Ustedes también tienen que participar. Sino quiere decir que ustedes se cagan en la gente”. Juli continuaba con su razonamiento ajedrecístico.
“Mi vida, yo no puedo participar porque si llego a estar embarazada como pensamos...”
Las tres se quedaron mirándome en silencio. Acababa de convertirme en el flamante representante olímpico por la Capital Federal.
En el baño y frente al espejo del botiquín hice una evaluación de mi condición física, previa a la elección de la o las disciplinas en las que iba a tomar participación.
Llegué a la conclusión de que las bochas no eran una mala alternativa. Se lo comuniqué oficialmente a las nenas.
“Papi, a las bochas juegan los viejos. Yo le conté al papá de un chico que vos jugas a la pelota rebien. Vos siempre decís que jugabas a la pelota rebien”.
Me sentí henchido de orgullo por la vehemencia de Sofi e hinchado las pelotas por la situación.
“Sí, Sofi, mi amor... jugaba... pero ahora no puedo jugar como...”
“Entonces vos hacés tu historia” dijeron las nenas.
“Pato... tienen razón” dijo Silvina.
“Esta bien... está bien... papá va a participar en fútbol” dije empleando en forma maradoniana la tercera persona del singular. “Papá va a participar en fútbol y les va a pasar por arriba a todos” exclamé muy lejos de la lucidez.
“¡Yo sabía papi! ¡Yo sabía que ibas a decir que sí!” En realidad Sofi no intuye con quién está tratando.
En mi cabeza comienzo a imaginar el partido. Será a pleno sol, en una cancha gigantesca de once contra once. Hace por lo menos cinco años que no juego en una cancha grande. Tengo unos diez kilos y unos diez años de más en relación a mi última aparición.
Imagino la jugada: una pelota tirada al vacío en el hueco entre los dos defensores. Un pique de veinte, de treinta metros.y luego... la muerte.
“¿Podemos ir a verte pa?” dice Sofi.
“Por supuesto” digo pensando en mi sepelio.
“¿Qué pensas en este mismo momento...?” las palabras de Silvina me vuelven a la realidad. Odio esa costumbre de tener que rendir cuentas de mis pensamientos. Pero más odio me provoca su habilidad de preguntar de ese modo tan brusco e imprevisible que le termina permitiendo obtener mi respuesta.
He hablado de este hábito nocivo de Silvina con mi psicóloga.
“¿Sabe que a mí me tocó convivir con un hombre que tenía la misma costumbre? Tenía ese berretín de que le contara todo loque estaba pensando. Pero no lo hacía desde la curiosidad, ¿me comprende? Era una exigencia. Sentía la sensación de estar siendo constantemente violada. Entre paréntesis, le digo que no es una sensación tan fea como comentan...”
Julieta y Sofía entran de nuevo a la habitación. Me anotaron para fútbol y para bochas. Están superentusiasmadas.
El partido es a las cuatro en punto de la tarde. Silvina y las nenas están en la tribuna. La última vez que Silvina me acompañó a un partido gritó por igual los goles a favor y en contra de mi equipo. Nunca estuvo lo suficientemente atenta al cambio de arcos.
Medio de reojo voy haciendo inevitables comparaciones tanto con mis compañeros de equipo como de los contrarios. Llego a la conclusión de que no estoy en una condción física aceptable.
En pleno partido me sorprende mi rendimiento. Corro bastante, cabeceo, me tiro a los pies de algún contrario, manejo los hilos del equipo como en los viejos tiempos. Silvina es la que cada tanto desentona un poco al gritar gol cuando ejecuto un lateral.
Como me sucedió incontables veces, en un momento del segundo tiempo y con el partido empatado viene la pelota bombeada para mi incursión entre los dos centrales contrarios. Y pico. Pico como en mis mejores épocas. Dejo parados a los dos zagueros con un amague. Cuando me sale el arquero se la tiro por un costado y paso por el otro para definir displicente con una cachetada del empeine derecho.
Las nenas gritan locas de alegría. Fiel a mi costumbre, no festejo el gol. Silvina tampoco pero por otra razón: por consejo de las nenas decidió no cantar ningún gol para no equivocarse.
Convertir desata en mí una energía que creía perdida. Voy de aquí para allá como un potrillo desbocado. Cada pelota es un fardo de alfalfa.
El partido termina. Soy la figura indiscutida. Mi equipo sugiere dar la vuelta olímpica. Tengo contracturados los gemelos y un tirón en el muslo derecho. Lo del tobillo izquierdo debe de ser una ligera distensión de ligamentos y el dolor en el bajo vientre es el retorno de mi crónica pubialgia.
A tranco lento, doy apenas un cuarto de la vuelta triunfal. Luego mis propios compañeros me alzan en andas al grito de Pelado campeón.
Las nenas y Silvina me reciben en un costado de la cancha. Quiero darles un beso pero me duelen los labios contracturados.
Sin conocer del todo los límites, no solo míos sino de cualquier ser humano, Silvina me dice que todavía falta el partido de bochas. Agrega que le encantó el trajecito del equipo contrario. Así llama ella a la indumentaria deportiva: el trajecito del equipo contrario.
Rumbo a la cancha de bochas comienzo a darme cuenta de que el partido de fútbol marcó un punto de inflexión en las vacaciones. Es que a partir de él, prácticamente quedé imposibilitado de flexionar parte alguna de mi cuerpo, hecho que se manifestó de manera muy notoria durante el encuentro de bochas.
Costó un perú conseguir que a nuestros adversarios me permitieran arrojar las bochas como si se tratara de granadas. No era mala voluntad: realmente no podía agacharme.
La pareja contraria estaba integrada por un adonis rubio y una mujer de unos cuarenta años, psicóloga de profesión. Se llamaba Magdalena Sáenz Alberdi y aprovechó para darme su tarjeta personal en el momento en que Silvina tomó su lugar para arrojar las bochas.
“Llámeme. Ese es el teléfono de mi consultorio. Usted es un hombre demasiado estructurado”, fue lo primero que me dijo.
El sujeto que acompañaba a esta mujer era un rubio muy fashion que no tenía ningún compromiso con el partido. Sólo le preocupaba tomar sol.
Me disgustó sobremanera sorprender a Silvina mirando sin la menor discreción el torso dorado de ese sujeto. Si bien no de palabra, evidentemente se lo hice notar de alguna manera porque la psicóloga se acercó de nuevo.
“¿Usted siempre fue tan posesivo? Las personas rígidas acostumbran ser también muy posesivas”.
Empezaba a sentir este tipo de intervenciones como una intromisión que no estaba dispuesto a aceptar de ninguna manera.
“Vea doctora, de acá en más yo me voy a expresar a través de la bocha”.
La mujer se mostró impactada. Por lo demás, al no poder agacharme, arrojé la bola como lo hacen los lanzadores de martillo.
Imaginé por un momento el estado de alarma entre las hormigas y los insectos en general. La cancha iba transformándose en un campo minado.
“Déme cinco minutos. Quisiera hablar cinco minutos con usted”, me pidió la psicóloga luego de arrojar, a su turno, la bocha.
“A las diez en el lobby del hotel” dije como para que le fuera quedando claro que era yo el que imponía las reglas.