“N.N. y Y.A.: HAMANTES POR TODA LA ETERNIDA”
Las nenas se muestran conmovidas.
“Esto tendría que verlo mamá que siempre nos anda corrigiendo la ortografía”, dice Juli.
“Yaro que no me preguntaron por qué me pusieron Terencio…”
Las nenas se miran y deliberan un instante en voz baja. Luego toma la palabra Sofi:
“Es que por un lado se nos está haciendo un poco tarde y por el otro… no tenemos más plata…”
Terencio se enternece frente a las palabras de estas criaturas. Entonces introduce su mano en el bolsillo y verifica la suma recaudada hasta ese momento: tres pesos.
“Está bien… no tienen que darme más nada pue’… Me llamo Terencio porque cuando nací mi madre decía que era negro como soretito e’ chiva. Entonces fue al yegistro y me quiso anotar como Tereso. Le dijeron que Tereso no estaba acetado pero que podía ponerme Terencio, que era como una especie de gerundio de Tereso. Al principio mamá estuvo medio en la duda: ahora estaba entre Terencio y Gerundio. Pero el tata se puso firme. Sacó la taba y dijo: arriba es Terencio y abajo es Gerundio… Yevolió la taba… ¡y fue cara nomá!”
LUZ… CAMARA… ¡ACCION!
Mónica y César siguen durmiendo. Silvina recién se despierta cuando entro al living. Le doy un beso y la invito a salir al parque de la casa donde comienza a atardecer.
A lo lejos vemos venir caminando a las nenas por entre las hileras de naranjos. Ya puede escucharse la voz de Juli:
“Es un impostor. Ese Terencio es un impostor”.
“Y aparte como actor es malísimo” remata Sofi.
“¿De qué hablan? ¿Quién es Terencio?” dice Silvina desperezándose.
“Es un tipo que se hizo el gaucho para sacarnos tres pesos”. Juli está indignada.
“Aparte es mentira que se llama Terencio. Cómo se va a llamar Terencio. Para vos se llama Terencio, ¿sí o no?” me pregunta Sofi.
Puede parecer una tontería pero le tengo dicho a Sofi que me saca de quicio cuando sus preguntas son por sí o por no. Vuelvo a advertírselo. Desgraciadamente lo hago con estas palabras:
“Te dije ochenta millones de veces que no me preguntes por sí o por no. Te lo tengo dicho ¿sí o no?”
Las nenas hacen como que no escucharon y nos invitan a sentarnos sobre el pasto. De pronto se quedan observándonos en silencio. Miran como si les costara reconocernos. Temo cuando hacen eso. Sofi toma la palabra:
“Estabamos hablando con Juli de que ustedes…en realidad…no existen…”
Silvina y yo quedamos petrificados. Lo que acabamos de escuchar es tan fuerte que no atinamos a decir nada, lo cual es muy grave porque confirmaría que no existimos. Rompo el silencio con estas palabras:
“¡Viva la confederación, carajo!”
Palabras inentendibles pero que causan un gran impacto en las nenas: ahora son ellas las que no pueden reaccionar.
“¿Qué quieren decir con eso de que ni papá ni yo existimos?” Silvina usa toda su psicología. Tiene una enorme paciencia.
Sofi se quita un solo auricular. Trata de escoger las palabras adecuadas:
“Lo que pasa es que no nos entendieron…”
“… claro… no es que no los querramos o que ustedes no sean importantes… lo que quisimos decir es que…
“Espera Juli, dejá que les explico yo. Lo que pasa es que nosotras veníamos hablando de cómo es la gente de la televisión. La gente de la televisión siempre dice: si no estás en la tele no existís…”
“Claro… entonces como justo ustedes aparecieron en ese momento les dijimos eso de que no existen…”
“Pero no se sientan aludidos porque ustedes no son gente de la televisión así que…no hay problema de que no existan” concluye Sofi.
Formulada por nuestras hijas la aclaración, Silvina se levanta y me pide las llaves del auto. Se las doy de inmediato sin adivinar sus intenciones. Al rato aparece de vuelta con nuestra filmadora en la mano.
“¡Vamos a hacer un videoclip!” dice de lo más decidida. “Quiero filmarte cantando un tema con piano”. Transmite una seguridad tan grande que casi me parece una nimiedad aclararle que no se tocar ese instrumento.
“No tenemos piano”, digo.
“Acá tiene que haber un piano sí o sí. Vení…” Me toma de la mano y nos introducimos de vuelta en la casa de nuestros anfitriones que siguen durmiento como koalas.
Nos perdemos por un pasillo interminable hacia el que confluyen muchas puertas. Guiada por un instinto inexplicable mi esposa abre una de ellas: parece una sala de ensayos. Es un ambiente enorme y luminoso. Tiene dos ventanales enormes que dan al parque. Arrimado a uno de ellos hay un piano blanco de media cola.
Silvina va descorriendo unas pesadas cortinas blancas. “Cantá Imagine” dice mientras hace foco en mi cara.
Comienzo a cantar. Silvina hace una toma cortita. Luego baja la filmadora y me da otra indicación:
“¿No podes tocar algo en el piano? ¿Aunque sea una melodía sencilla?”
“Hace mucho tiempo aprendí Estamos invitados a tomar el té.”
“¿Podes tocarla directamente o…”
“No, necesitaría ensayarla un poquito”. Digo con seriedad de profesional. Luego de unos quince minutos ya me siento seguro para ejecutar el tema.
Cuando estoy cantando la parte que dice “parece que el azúcar siempre negra fue” Silvina me pide que mire fijo al objetivo de la cámara. Lo hago, pero con una expresión que no la convence demasiado. Dice que me muestro poco agresivo.
“… y de un susto se puso blanca… ¡¡¡uuááá!!!” pego un alarido y doy un manotazo en dirección a la cámara. La verdad es que me siento más actor que cantante.
Al llegar a la parte del “plato timorato” ya estoy desplegando todo mi histrionismo: inflo los cachetes, me pongo bizco, muevo las aletas de la nariz y las orejas. Calculo que un público medio se matará de risa.
“¿No podés hacer otra cosa?” pregunta Silvina. Es evidente que no pertenece al público medio.
Ahora estoy dispuesto a agotar todo mi repertorio: hago el pez boqueando tras el vidrio de la pecera, la tortuga saliendo del caparazón, saco la lengua y la hago cucurucho, hablo como un cocinero italiano y como un chef francés. Está claro que al manejar otros idiomas estoy apuntando a un espectador de otro target.
Entre paréntesis, por un momento me tienta decir “escuúcha bubu”. Nada más sencillo para tener garantizado el éxito del videoclip. Pero, por si todavía no me conocen, vayan sabiendo que detesto el éxito fácil: soy un artista y, como tal, tengo ese lado indomable que me hace querer experimentar siempre con cosas nuevas. Si tuviera que referirme a mi persona, lo haría de la siguiente manera: un hombre al que le encanta el riesgo. Un ser que accede a subirse al trapecio sólo cuando por debajo no está tendida la red.
Mirando a la cámara imito la voz de Simba, hago el correcaminos, Larguirucho, el profesor Neurus. Es una catarata de personajes donde pongo a prueba mi versatilidad. Siempre sin red por supuesto.
De todos modos Silvina no está satisfecha con el impacto del videoclip.
“Por las dudas hacemos un par de tomas con el escuúcha Bubu. ¡Dale! Hacé el escuúcha Bubu…”
Hago lo que mi esposa me pide.
Nos quedamos en silencio. Silvina permanece con la vista fija en la ventana, el labio de abajo apretado entre sus paletas, actitud típica en ella cada vez que trata de elaborar una idea.
“No hay videoclips de payadas”, dice.
“Pero hacen falta dos para una payada. Vos no sabes cantar”, replico.
Se queda mirando una máscara africana que adorna la pared. La descuelga y me la prueba. Me queda perfecta, debe ser un talle medium. Su plan es hacer una serie de tomas de corta duración. En algunas de ellas apareceré con la máscara puesta y en otras no.
“¡Dale, empezá!”.
Le digo que espere un momento: con el mismo profesionalismo que pongo en cada acto, trato de arpegiar en el piano un cierto ritmo con aire de milonga.
Mi esposa apoya la cámara sobre la tapa del piano enfocándome el rostro. Luego, con un elegante movimiento de los brazos, se dedica a plegar las cortinas tal como lo hacía Yoko Ono en el video de la película Imagine. Comienzo.
“Me pregunta compañero
Me pregunta compañero por Denevi por Onetti
Le respondo desde el piano
De la casa de Mascetti.”
Arpegio solo con la mano derecha. Con la izquierda me pongo la máscara africana. Sin red.
“Mi pregunta no es aviesa
Mi pregunta no es aviesa su respuesta es un badajo
No me equivoco si digo
Que usted no ha léidoun carajo.”
La voz se apelotona significativamente detrás de la careta. Vuelvo a quitármela:
“Con prepotencia, estimado
Con prepotencia, estimado, esto se lo digo en serio
Más que volver pa’ su casa
Va a rumbear p’al cementerio”
Desde el continente africano la respuesta no se hace esperar.
“No me amedrenta su facha
No me gusta la amenaza, la achicoria ni la rumba
Como que siga jodiendo
Va a conocer a Lumumba”.
Me quito la careta. Es civilización o barbarie.
“Lumumba es nombre fulero
Lumumba es nombre fulero permítame que le insista
Por el aliento que tiene
Usted viene del dentista.”
Estos versos desatan la furia tribal.
“Empezaré por los ojos
Empezaré por los ojos seguiré con los bracitos
Te voy a morfar entero
No va a quedar ni un huesito”
Me saco la careta. La luz de la razón trata de aplacar a la fuerza bruta.
“No se enceguezca Lumumba
No se enceguezca Lumumba y utilice el intelecto
Sus modos son lamentables
Y morfarme no es correcto”
Me pongo la careta. Por un momento parece que la fuerza bruta le torcerá el brazo a la razón. Efectivamente, es así.
“Qué intelecto ni intelecto
Qué intelecto ni intelecto de esas cosas no dispongo
Más vale que te disculpes
O aquí mismo armo quilombo”
Pero la razón, como de ordinario sucede, no en la realidad pero sí en las películas americanas, siempre triunfa. Me quito la máscara:
“Sofrénese compañero
Sofrénese compañero y venga este fuerte abrazo
Somos dos simples mortales
Tan sólo estamos de paso”
“Perfecto. Perfecto…” dice Silvina cortando la toma. Nos queda por resolver el tema del abrazo de los protagonistas de la payada, pero podemos dejarlo para más adelante.
“Muero por mostrárselo a las nenas” dice Silvina.