domingo, 25 de octubre de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 41

“N.N. y Y.A.: HAMANTES POR TODA LA ETERNIDA”

Las nenas se muestran conmovidas.

“Esto tendría que verlo mamá que siempre nos anda corrigiendo la ortografía”, dice Juli.

“Yaro que no me preguntaron por qué me pusieron Terencio…”

Las nenas se miran y deliberan un instante en voz baja. Luego toma la palabra Sofi:

“Es que por un lado se nos está haciendo un poco tarde y por el otro… no tenemos más plata…”

Terencio se enternece frente a las palabras de estas criaturas. Entonces introduce su mano en el bolsillo y verifica la suma recaudada hasta ese momento: tres pesos.

“Está bien… no tienen que darme más nada pue’… Me llamo Terencio porque cuando nací mi madre decía que era negro como soretito e’ chiva. Entonces fue al yegistro y me quiso anotar como Tereso. Le dijeron que Tereso no estaba acetado pero que podía ponerme Terencio, que era como una especie de gerundio de Tereso. Al principio mamá estuvo medio en la duda: ahora estaba entre Terencio y Gerundio. Pero el tata se puso firme. Sacó la taba y dijo: arriba es Terencio y abajo es Gerundio… Yevolió la taba… ¡y fue cara nomá!”

LUZ… CAMARA… ¡ACCION!

Mónica y César siguen durmiendo. Silvina recién se despierta cuando entro al living. Le doy un beso y la invito a salir al parque de la casa donde comienza a atardecer.

A lo lejos vemos venir caminando a las nenas por entre las hileras de naranjos. Ya puede escucharse la voz de Juli:

“Es un impostor. Ese Terencio es un impostor”.

“Y aparte como actor es malísimo” remata Sofi.

“¿De qué hablan? ¿Quién es Terencio?” dice Silvina desperezándose.

“Es un tipo que se hizo el gaucho para sacarnos tres pesos”. Juli está indignada.

“Aparte es mentira que se llama Terencio. Cómo se va a llamar Terencio. Para vos se llama Terencio, ¿sí o no?” me pregunta Sofi.

Puede parecer una tontería pero le tengo dicho a Sofi que me saca de quicio cuando sus preguntas son por sí o por no. Vuelvo a advertírselo. Desgraciadamente lo hago con estas palabras:

“Te dije ochenta millones de veces que no me preguntes por sí o por no. Te lo tengo dicho ¿sí o no?”

Las nenas hacen como que no escucharon y nos invitan a sentarnos sobre el pasto. De pronto se quedan observándonos en silencio. Miran como si les costara reconocernos. Temo cuando hacen eso. Sofi toma la palabra:

“Estabamos hablando con Juli de que ustedes…en realidad…no existen…”

Silvina y yo quedamos petrificados. Lo que acabamos de escuchar es tan fuerte que no atinamos a decir nada, lo cual es muy grave porque confirmaría que no existimos. Rompo el silencio con estas palabras:

“¡Viva la confederación, carajo!”

Palabras inentendibles pero que causan un gran impacto en las nenas: ahora son ellas las que no pueden reaccionar.

“¿Qué quieren decir con eso de que ni papá ni yo existimos?” Silvina usa toda su psicología. Tiene una enorme paciencia.

Sofi se quita un solo auricular. Trata de escoger las palabras adecuadas:

“Lo que pasa es que no nos entendieron…”

“… claro… no es que no los querramos o que ustedes no sean importantes… lo que quisimos decir es que…

“Espera Juli, dejá que les explico yo. Lo que pasa es que nosotras veníamos hablando de cómo es la gente de la televisión. La gente de la televisión siempre dice: si no estás en la tele no existís…”

“Claro… entonces como justo ustedes aparecieron en ese momento les dijimos eso de que no existen…”

“Pero no se sientan aludidos porque ustedes no son gente de la televisión así que…no hay problema de que no existan” concluye Sofi.

Formulada por nuestras hijas la aclaración, Silvina se levanta y me pide las llaves del auto. Se las doy de inmediato sin adivinar sus intenciones. Al rato aparece de vuelta con nuestra filmadora en la mano.

“¡Vamos a hacer un videoclip!” dice de lo más decidida. “Quiero filmarte cantando un tema con piano”. Transmite una seguridad tan grande que casi me parece una nimiedad aclararle que no se tocar ese instrumento.

“No tenemos piano”, digo.

“Acá tiene que haber un piano sí o sí. Vení…” Me toma de la mano y nos introducimos de vuelta en la casa de nuestros anfitriones que siguen durmiento como koalas.

Nos perdemos por un pasillo interminable hacia el que confluyen muchas puertas. Guiada por un instinto inexplicable mi esposa abre una de ellas: parece una sala de ensayos. Es un ambiente enorme y luminoso. Tiene dos ventanales enormes que dan al parque. Arrimado a uno de ellos hay un piano blanco de media cola.

Silvina va descorriendo unas pesadas cortinas blancas. “Cantá Imagine” dice mientras hace foco en mi cara.

Comienzo a cantar. Silvina hace una toma cortita. Luego baja la filmadora y me da otra indicación:

“¿No podes tocar algo en el piano? ¿Aunque sea una melodía sencilla?”

“Hace mucho tiempo aprendí Estamos invitados a tomar el té.”

“¿Podes tocarla directamente o…”

“No, necesitaría ensayarla un poquito”. Digo con seriedad de profesional. Luego de unos quince minutos ya me siento seguro para ejecutar el tema.

Cuando estoy cantando la parte que dice “parece que el azúcar siempre negra fue” Silvina me pide que mire fijo al objetivo de la cámara. Lo hago, pero con una expresión que no la convence demasiado. Dice que me muestro poco agresivo.

“… y de un susto se puso blanca… ¡¡¡uuááá!!!” pego un alarido y doy un manotazo en dirección a la cámara. La verdad es que me siento más actor que cantante.

Al llegar a la parte del “plato timorato” ya estoy desplegando todo mi histrionismo: inflo los cachetes, me pongo bizco, muevo las aletas de la nariz y las orejas. Calculo que un público medio se matará de risa.

“¿No podés hacer otra cosa?” pregunta Silvina. Es evidente que no pertenece al público medio.

Ahora estoy dispuesto a agotar todo mi repertorio: hago el pez boqueando tras el vidrio de la pecera, la tortuga saliendo del caparazón, saco la lengua y la hago cucurucho, hablo como un cocinero italiano y como un chef francés. Está claro que al manejar otros idiomas estoy apuntando a un espectador de otro target.

Entre paréntesis, por un momento me tienta decir “escuúcha bubu”. Nada más sencillo para tener garantizado el éxito del videoclip. Pero, por si todavía no me conocen, vayan sabiendo que detesto el éxito fácil: soy un artista y, como tal, tengo ese lado indomable que me hace querer experimentar siempre con cosas nuevas. Si tuviera que referirme a mi persona, lo haría de la siguiente manera: un hombre al que le encanta el riesgo. Un ser que accede a subirse al trapecio sólo cuando por debajo no está tendida la red.

Mirando a la cámara imito la voz de Simba, hago el correcaminos, Larguirucho, el profesor Neurus. Es una catarata de personajes donde pongo a prueba mi versatilidad. Siempre sin red por supuesto.

De todos modos Silvina no está satisfecha con el impacto del videoclip.

“Por las dudas hacemos un par de tomas con el escuúcha Bubu. ¡Dale! Hacé el escuúcha Bubu…”

Hago lo que mi esposa me pide.

Nos quedamos en silencio. Silvina permanece con la vista fija en la ventana, el labio de abajo apretado entre sus paletas, actitud típica en ella cada vez que trata de elaborar una idea.

“No hay videoclips de payadas”, dice.

“Pero hacen falta dos para una payada. Vos no sabes cantar”, replico.

Se queda mirando una máscara africana que adorna la pared. La descuelga y me la prueba. Me queda perfecta, debe ser un talle medium. Su plan es hacer una serie de tomas de corta duración. En algunas de ellas apareceré con la máscara puesta y en otras no.

“¡Dale, empezá!”.

Le digo que espere un momento: con el mismo profesionalismo que pongo en cada acto, trato de arpegiar en el piano un cierto ritmo con aire de milonga.

Mi esposa apoya la cámara sobre la tapa del piano enfocándome el rostro. Luego, con un elegante movimiento de los brazos, se dedica a plegar las cortinas tal como lo hacía Yoko Ono en el video de la película Imagine. Comienzo.

“Me pregunta compañero

Me pregunta compañero por Denevi por Onetti

Le respondo desde el piano

De la casa de Mascetti.”

Arpegio solo con la mano derecha. Con la izquierda me pongo la máscara africana. Sin red.

“Mi pregunta no es aviesa

Mi pregunta no es aviesa su respuesta es un badajo

No me equivoco si digo

Que usted no ha léidoun carajo.”

La voz se apelotona significativamente detrás de la careta. Vuelvo a quitármela:

“Con prepotencia, estimado

Con prepotencia, estimado, esto se lo digo en serio

Más que volver pa’ su casa

Va a rumbear p’al cementerio”

Desde el continente africano la respuesta no se hace esperar.

“No me amedrenta su facha

No me gusta la amenaza, la achicoria ni la rumba

Como que siga jodiendo

Va a conocer a Lumumba”.

Me quito la careta. Es civilización o barbarie.

“Lumumba es nombre fulero

Lumumba es nombre fulero permítame que le insista

Por el aliento que tiene

Usted viene del dentista.”

Estos versos desatan la furia tribal.

“Empezaré por los ojos

Empezaré por los ojos seguiré con los bracitos

Te voy a morfar entero

No va a quedar ni un huesito”

Me saco la careta. La luz de la razón trata de aplacar a la fuerza bruta.

“No se enceguezca Lumumba

No se enceguezca Lumumba y utilice el intelecto

Sus modos son lamentables

Y morfarme no es correcto”

Me pongo la careta. Por un momento parece que la fuerza bruta le torcerá el brazo a la razón. Efectivamente, es así.

“Qué intelecto ni intelecto

Qué intelecto ni intelecto de esas cosas no dispongo

Más vale que te disculpes

O aquí mismo armo quilombo”

Pero la razón, como de ordinario sucede, no en la realidad pero sí en las películas americanas, siempre triunfa. Me quito la máscara:

“Sofrénese compañero

Sofrénese compañero y venga este fuerte abrazo

Somos dos simples mortales

Tan sólo estamos de paso”

“Perfecto. Perfecto…” dice Silvina cortando la toma. Nos queda por resolver el tema del abrazo de los protagonistas de la payada, pero podemos dejarlo para más adelante.

“Muero por mostrárselo a las nenas” dice Silvina.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 40


TERENCIO BATISTA CANSADO DE GUERRA

“¿Usted también está aquí por un canje?”.

La pregunta de Juli desconcierta un poco a Terencio Batista, el casero de Mónica y César.

Es un hombre de unos setenta años. Alto. Tiene los ojos celestes y frescos de un muchacho de veinte años. El porte elegante de un hombre de cuarenta y la mente de un niño de diez. La suma da setenta, que es precisamente su edad.

“¿Lo qué?” contesta Terencio.

“Le preguntaba si usted también está acá por un canj…”

“Callate nena” interrumpe Sofi. Enamorada del aspecto bonachón de Terencio, se quita los auriculares y los coloca en las orejas del buen hombre. Se produce una verdadera colisión cultural.

“¿Qué clase de chivo e héste?” dice el paisano refiriéndose a Marilyn Manson.

Medianamente ofendida, Sofi trata de recuperar los auriculares: Terencio se los ha quitado del oído y trata de aplastarlos.

“Es Marilyn Manson” le dice Sofi.

“Marilyn…” repite Terencio. Se le iluminan los ojos.

“Es un músico norteamericano que se opone…”

“… Marilyn…” repite Terencio como en sueños. Da un largo sorbo al mate. Su mirada queda perdida en el vacío.

“… se opone al sistema de vida norteam…”

“… Marilyn… ¡Qué mujer!” Terencio deja el mate apoyado en el banquito y se dirige hacia una de las canastas con frutos de exportación. Toma dos naranjas y se las acomoda a la altura del pecho. Luego entona con voz seductora:

“Japi berdei diar president… Japi berdei tu iú…” Tiene excelente entonación. No puede decirse lo mismo de su inglés.

“¿A que no saben quién e’ hesta?”

Sofi y Juli se quedan mirando al hombre de las naranjas turgentes pero no llegan a descifrar al personaje.

“Esta es… ¡la Marilyn Monyoi!”.

Las nenas están cada vez más confundidas.

“Es la yubia que le cantó el cumpleaños feliz al presidente ianqui. Ahora canta muy distinto que en esa época…” Terencio se sienta. Acaricia las naranjas. Su mirada continúa perdida.

“Cuéntenos de su infancia Terencio” pide Juli.

“Mi infancia… ¿mi infancia de cuando era chico?”

“¡Sí! ¡Sí!” dice Sofi entusiasmada.

“Nos encanta la gente que tiene historias de su pueblo y todo eso…” Juli gesticula con las manos. Terencio la observa mientras sorbe la bombilla. En ningun momento convida a las nenas.

“¿Quieren una historia larga o una historia corta… o una historia má’ ho menos?”

Las nenas se miran. Piensan que tienen que volver al camping y no quieren arriesgar demasiado.

“Una historia más o menos”.

“Eligieron bien… porque ió no cuento historias cortas. Cuento historias má’ ho menos y sobretodo historias largas. Algunas son inclusive en vario’ hepisodio…”

Con gran ilusión, las nenas se acomodan a los pies del potencial narrador.

“Cuéntenos una historia más o menos…de su infancia. Por ejemplo… de cuando usted nació”.

“Una historia ma’ ho meno… son dos pesos…”

Terencio extiende la mano. Las nenas se muestran sorprendidas. El milagro de la cultura hace que cada una de ellas extraiga de su pantalón una moneda de un peso y la coloque sobre la palma extendida del hombre.

“Soy catamarqueño de San Fernando’el Valle de Catamarca…” Por un instante Terencio se queda mirando el horizonte mientras ceba el mate. Lógicamente el agua se desborda y le quema los dedos. Se le caen unas lágrimas, no se sabe si porque le duele el recuerdo o la quemazón del agua.

“… mi padre era oriundo’e Zapla, en la provincia e’ Jujuy. Era de familia muy pobre… eran pobrísimos… Un buen día tomó todas sus cosas y emigró al pueblo donde io nací: Aquinogasta, atraído en parte por el paisaje en parte por el nombre del sitio…

Terencio interrumpe por un momento su relato: la bombilla se ha tapado.

“… mi padre era adotado. Era un N.N. Sus padre’ hadotivos no quisieron cambiarle la’ hiniciale y le pusieron Nicanor… Nicanor Nadies…”

“¿Nicanor Nadies? ¡Es horrible!” protestaron las nenas indignadas.

“Es verdad. Nicanor e’ hoyible… Pero él era un jinete acostumbrao a la adversidá. Le encantaba decir eso pese a que nunca tuvo cabayo…

Terencio observa la yerba flotando en la embocadura del mate. El agua se ha entibiado. Eso ya no es un mate. Entonces comienza a cebarles a las nenas.

“La vida e’ mi padre tuvo un vuelco en Aquinogasta porque ahí justamente iba a conocer a mi madre… Mi madre era hindú, no india… hindú… Era una mujer muy hermosa: Mi padre se enamoró d’ella por sus ojos almendrados y sus pechos amelonados…”

Terencio guarda silencio. Ahí, a la intemperie, es la única cosa que se puede guardar.

Las nenas, sentadas sobre el pasto, esperan en vano la prosecución del relato.

“Hasta aquí es lo que dura un yelato ma’ ho meno…” dice Terencio, “si quieren escuchar más io no tengo inconveniente… pero serían otros dos peso”.

Sofi y Juli examinan la situación. Piden retirarse por un momento para intercambiar algunas ideas. Terencio accede.

“Dos pesos nos parece mucho. Te podemos dar un peso más…” El hombre extiende la mano, toma la moneda y continúa.

“¡Trato hecho! Io no voy a dejar a dos criaturas sin yelato sólo porque no tienen plata. ¡Faltaba más!” Terencio se pone de pie, levanta el tono de voz y gesticula ampulosamente. “Antes la muerte que negarle a un niño un momento e’ fantasía. Ustede no son menos que nadies por no tener dos peso. Ese peso que les falta… ¡olvídense... me lo dan ocho día!”

Terencio saca una libretita del bolsillo de sus pantalones bombacha y anota: Sofi y Juli: deben 1 peso. Luego continúa:

“Mi tata conoció a mi madre en una pulpería. Ella atendía la baya… preparaba chagos largos. Un día entró mi tata y le pidió una caña. Ella le contestó sin con yiel o sin yiel…” Terencio ríe festejando con retroactividad la ocurrencia de la que luego sería su madre. Va representando la escena poniéndose alternativamente de uno u otro lado de la barra.

“… fue un amor intantáneo… fulminante… Ahí nomá’ él la esperó a la salida y se la ievó a caminar a la vera’el yío… Era una noche medio fresca pero ello estaban a salvo porque habían tomado Inmunogrip…” Copiando a su manera el hábito de los patrones, Terencio saca del bolsillo de su camisa a cuadros una cajita del medicamento antes mencionado y lo muestra a una cámara imaginaria.

“Esa noche el yío Paraná cantó su canción pa’ ellos…”

Por primera vez las nenas se sienten estafadas:

“Terencio” dice Sofi “el río Paraná no está en Catamarca…”

Terencio se pone colorado. Para disimular dice que tiene gases.

“Las cosa’ hestán donde nuestra imaginación quiere que estén” dice envalentonado mientras se incorpora y saca pecho.

“Aunque se pare no nos va a impresionar. ¡No sobreactúe!” dice Juli.

“Está bien. El tata y la mama caminaron a la vera de lo que les pareció un yío. Entonces él la tomó de las mano…”

“La tomó de “lasss manosss” corrige Sofi.

“No… la tomó de la mano… mamá tenía una sola mano. La otra la perdió en una apuesta”.

Las nenas quedan impactadas. Uno no termina de comprender cómo la gente puede llegar a esos extremos por el vicio del juego.

“Entonce mirándola a sus hojo salmendrado, le dijo… ¿y vos cómo te llama’ pue?”

“Me llamo Yewajtafari Aminomemanda…” le contestó ella.

“¡Dejame yamarte Iegua noma’!” le dijo. Terencio se distrajo un instante observando la moneda de un peso.

“Al poco tiempo conchajeron nupcias” continuó empleando imprevistamente un lenguaje técnico. “Como mamá venía de una familia muy yicachona, quiso ponerse los do’hapellido. Sus tarjetas personale impresionaban mucho. Decían:

Yewajtafari Aminomemanda Nadies

Barmana

“Barman”, corrige Juli.

“No, barmana. Era de la yeligión de los barmanes”

“Entonces no es barmana… es brahmana. Es la religión que reconoce a Brahma como Dios” agrega Sofi sin darle respiro.

“No… esa el la cerveza”… dice Terencio categórico mientras revolea la calabaza del mate para cambiar la yerba. Luego extrae un paquetito de yerba nueva que guarda dentro de sus botas de potro.

“Si quiere morir geronte tome yerba Yosamonte” dice mirando nuevamente la cámara imaginaria. Luego continúa.

“Se agayaron tal metejón que, como no era d’estrañar un día quisieron seyar su amor…” Terencio se emociona, babea inclusive. Luego continúa: “…Pegamento, quisieron ponerme como nombre… Pero al tata le pareció demasiado largo… Entonce a mamá se le ocuyió Terencio… Terencio Nicanor Nadies Aminomemanda, vendría a ser mi gracia completa…”

“¿Y por qué Nicanor?”

“En homenaje al tata. Según el tata, cuando a él lo fueron a anotar al yegistro era un día que no hacía ni calor ni frío. Entonce a mi abuela se le ocuyió ponerle de nombre Nicalor. Pero no se lo acetaron. Entonces le pusieron Nicanor. Ese nombre me quedó como herencia’el tata. Fue lo único que me dejó de herencia…”

Terencio empareja la yerba mientras sus ojos se vuelven a empañar de lágrimas. Contra lo aconsejable, persiste en verter el agua sobre la calabaza pero su mirada nublada le impide acertar en el agujero. Vuelve a quemarse.

“A los dos los ievo aquí en mi corazón”. Se abre la camisa y exhibe un tatuaje que dice:

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 39


ENCUENTRO CON ABELARDO


Soy el primero en despertarme de la siesta, agobiado por el calor. Mónica está arrebujada en los brazos de César, que transpira como en la propaganda de Inmunogrip.

A lo lejos, en el parque, escucho las voces de las nenas. A los pies de los sillones descansan los pastores protestantes. Aún en sueños, emiten un gruñido no bien apoyo los pies sobre el piso. Pero la suerte está de mi lado: en ese preciso momento Silvina comienza a roncar de manera intimidante. Al escucharla el animal se acobarda y eso me permite salir al parque.

Afuera, Sofi y Juli hablan con un señor que está sentado sobre una silla de madera debajo de un duraznero. Entre las piernas del hombre hay una cesta de donde las nenas, arrodilladas sobre el césped, toman extraen libremente duraznos gigantescos. Por un momento me tiento pero al mismo tiempo siento ganas de caminar disfrutando del silencio y la soledad.

La extensión del parque de la casa es llamativa. Me lleva unos quince minutos llegar hasta los límites de la propiedad, demarcada por una plantación de papas en las cual trabaja un individuo al que creo reconocer.

“Buenas tardes”.

El hombre me mira con una actitud que juzgo como franca y amistosa.

“Buenas tardes serán para usted” dice mostrandome una papa del tamaño de una horma de queso. “¡Mire lo que es esto! ¡Mire esta pila de papas picoteadas!”

“¡Qué increíble!” Ya señalé antes que, cuando no se me ocurre qué comentario hacer, pronuncio estas palabras. Son totalmente inocuas.

“¿Y sabe qué bicho hace esta porquería?”

“¿Las golondrinas?” arriesgo en tono asertivo. Total, en definitiva la pregunta no es por dinero.

“No… no son las golondrinas… Son los loros… de ahí el dicho papita pal’ loro”.

Quedo muy impresionado con la cultura de este hombre. Ahora no tengo dudas sobre su identidad.

“¿Usted no es Abelardo Castillo?”

Saca del bolsillo de la camisa a cuadros su característica pipa.

“Sí amigo… yo soy Abelardo Castillo”.

Es indudable que mi reconocimiento lo halaga porque cambia la claridad de su mirada y el tono de su voz.

“Usted es un gran escritor”.

“Por favor, no diga eso que me avergüenza”.

Aprecio a la gente modesta pero me parece que está sobreactuando.

Después de observarnos mutuamente como tratando de determinar si llevamos armas, intento un acercamiento tratando de mantener la conversación por los carriles de la literatura.

“Usted fundó El grillo de papel, la famosa revista literaria”… digo para halagarlo.

“No me hable del grillo. No me lo mencione. Bicho de mierda. Yo no se a quién se le ocurrió lo del canto de los grillitos. A mí me ponen loco. Haga la prueba: ¡trate de dormir, como me ha pasado a mí, con un par de grillos posados en el marco de la ventana y jodiendo durante toda la noche!”

Es difícil congraciarse con Abelardo. Por lo pronto trato de no abusar de las palabras terminadas en . Sé que le desagradan.

“¿Leyó mi última novela?”

Juro por Dios que la había leído, pero los nervios me traicionan. No consigo recordar el título. En cambio me acuerdo de un par de frases que dijo Castillo en una entrevista para la revista literaria Brecha.

“Yo diría que el poeta lo es por su manera de situarse ante el mundo”, digo imitando inconcientemente la profundidad abaritonada de su voz.

“¿Quiere que le diga una cosa? Usted me parece un mamarracho sin una pizca de personalidad.” Luego de estas palabras lanza desde su pipa una bocanada de humo dulzón. Ahora que ha desahogado vuelve a mostrarse amable.

“Hay una cosa que he querido preguntarle siempre…”

Mientras espera mi pregunta, acomoda la pipa en la boca, mira hacia abajo y frunce el entrecejo como sólo un intelectual lo haría.

“¿Es verdad que usted es de San Lorenzo?” pregunto.

Tarda un rato en volver de la profundidad en la que se había sumergido.

“Su pregunta es tan superficial que, aunque parezca contradictorio, me produce una suerte de ahogo”. No alcanzo a leer su furia. En realidad, si tengo que ser sincero, tampoco alcancé a leer completa su última novela.

“Pero al final… ¿es o no es de San Lorenzo?”

No entiende lo que representa para mí su respuesta. No puede imaginarse la cara de asombro de mis amigos cuando en la mesa del café literario yo diga: estuve con Abelardo… me confirmó que es de San Lorenzo.

“Soy de San Lorenzo” contesta por fin.

“Es que al modelo ideal no se llega nunca”, agrego. No puede criticar estas palabras. Las pronunció él mismo en una conferencia a la que tuve oportunidad de asistir.

Abelardo me observa con tristeza mientras succiona con fruición su pipa. Es un hombre de rasgos duros. Cejas gruesas separadas por una arruga profunda. Ojos negros separados por una nariz recta. Orejas pequeñas separadas por un rostro anguloso.

“Abelardo… ¿no te molesta que te llame por tu nombre, no?”, arriesgo.

Por primera vez sonríe con franqueza. Al hacerlo observo que tiene pegado un poco de perejil entre sus paletas. Me toma paternalmente del hombro y caminamos juntos un breve trecho. Luego se detiene, mira pensativo hacia el río y me contesta:

“No”.

“No… ¿qué?” Se tomó tanto tiempo pensando que olvidé lo que le había preguntado.

“Que no quiero que me llames por mi nombre”. Sus dedos terrosos me atenazan el cuello por debajo de la nuca. Nunca deja de parecerme paternal.

Lejos de sentirme incómodo, percibo que entre este hombre y yo hay un lazo secreto que nos une.

“¿Por lo menos te puedo tutear?”, digo lanzando mi botellita al mar.

Abelardo vuelve a mirar hacia el río. Luego se yergue frente a mí. Puedo ver su porte inequívoco de intelectual, puedo avizorar las inquietudes metafísicas detrás de esa frente ancha e inteligente, puedo entrever parte de esa hojita de perejil todavía adherida a sus paletas.

“No… no… no me gusta que me tutéen”.

Fue un instante mágico donde sentí, donde comprendí la soledad de la condición humana. Eramos él y yo. El y yo en medio de la nada. Así se lo manifesté.

“Te equivocás” me corrigió, “somos vos y yo… el burro adelante para que no se espante”.

Abelardo se quedó meditando mientras su lengua escarbaba entre las paletas para deshacerse del pedacito de perejil. Luego prosiguió:

“No es exactamente que me moleste el tuteo en sí. Lo que me disgusta es la gente obsecuente”, agregó. Luego lanzó un escupitajo hacia el lado del río. El viento, capricho de la naturaleza, aliento celestial, decidió en ese preciso momento soplar en sentido contrario, haciendo que el esputo trazara la curiosa trayectoria de un bumeran para terminar pegado en los pelos del pecho del escritor, que asomaban por su camisa entreabierta.

“Señor Castillo… ¿le molesta si lo llamo “señor?”.

Como no le molestaba continué:

“Señor Castillo entre usted y yo hay un lazo secreto que nos une”.

“No sea ingenuo hombre… si me lo dice… ya dejó de ser secreto”. Hizo un gesto de fastidio. Luego se sentó sobre un tronco, de espaldas al río. Por un momento pensé que se aprestaba a escupir de vuelta considerando que esta vez tenía el viento a favor. Pero nada de eso. Se cubrió el rostro con las manos y empezó a llorar como un niño.

Con mucho cuidado lo voy conteniendo, lo ayudo a incorporarse y le sugiero descansar sobre el pasto, a la sombra de un sauce. El accede como una criatura indefensa y desconsolada mientras balbucea alguna que otra zoncera. Por ejemplo, en algún momento dijo mmssmmsss ó chipichucuchipichucu. Es decir, nada para inquietarse. Decido que es el momento de irme.

Y me voy nomás, con la imagen de ese niño-hombre acurrucado debajo de un arbolito.

Allí quedaba mi amigo Castillo, poniendo en blanco sobre negro la dualidad de condición humana.

Ese no era el hombre de las conferencias, ese no era el escritor que tenía las respuestas para todo.

Allí lo dejaba, tan vulnerable, llorando con el viento a favor.

“Me entró una basurita”, fue lo último que le oí decir.