viernes, 30 de enero de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 4

AUTORRETRATO AL OLEO

“Baia baia baia baia…” es un latiguillo que en boca de Homero Simpson resulta de lo más gracioso. Pero Silvina sabe que cuando en la sobremesa digo “baia baia baia baia”, significa que volví a mancharme la camisa o el pantalón… o ambas cosas a la vez.


“Baia baia baia baia” vuelvo a repetir.

Silvina me mira fijo. Pronuncia mi nombre completo, cosa que sólo hace en circunstancias de gran desesperación. Esta vez es una mancha en la manga de la camisa recién estrenada. Todas las manchas que han afectado mi vida y por ende mi ropa, tienen un denominador comun: su origen misterioso.

Mientras Silvina sostiene su mirada, enfurecida primero y resignada después, mis hijas me piden que repita una vez más el “baia baia baia”. Francamente me sale muy bien.

Otra cosa que me sale muy bien es decir “escuúcha Bubu”. Eran las palabras que decía el oso de una vieja serie de dibujos animados. Mis hijas me piden que lo diga cada vez que nos sentamos a la mesa. Nunca falla. Desayuno, almuerzo o cena. “Papi, nos haces...” y sin dejarlas terminar ya estoy diciendo “escuúcha Bubu”. Puedo repetir esa frase las veces que me lo pidan y siempre con la misma gracia. Yo diría que es una imitación casi perfecta.

“Y ya que vas a cambiarte la ropa, de paso afeitate”, dice Silvina.

Así que aquí estamos otra vez frente al espejo. Llama la atención la ausencia casi absoluta de cejas en mi rostro cuarentaypicoñero. Tampoco tengo cabello, pero el cabello no es un recurso expresivo. Las cejas sí. Y eso me molesta, me ha creado problemas y me incomoda, me resta energías.

Soy un tipo que no puede enarcar las cejas denotando sorpresa. No. Tengo que apoyarme siempre en el bastón de la palabra. Tengo que decir: “con esto me sorprendés”. No puedo juntar las cejas denotando preocupación. Tengo que decir: “estoy preocupado”. Soy un enigma para la gente y para mí mismo. En este instante por ejemplo, con el rostro cubierto por la crema de afeitar no me queda otro remedio que escuchar mi voz diciendo “odio tener que afeitarme” para saber que efectivamente estoy enojado.

Mientras comienzo a pasarme la afeitadora con tres hojitas, pronuncio el siguiente monólogo articulando con cuidado cada palabra para, de esa manera, poder captar mi estado de ánimo. Porque no se olviden que carezco de cejas:

“Odio afeitarme, odio madrugar, odio tomar decisiones y mancharme la ropa. Quisiera vivir en una isla y que nadie me moleste. Comer frutos de los árboles. Tener una mascota. Esa sería mi felicidad mayor” digo enfatizando “mi felicidad mayor”, y por más que lo enfatizo la expresión de mi rostro no es lo feliz que sería si pudiera remarcar mi felicidad mediante el uso de las cejas como recurso expresivo. Sigo:

“Lo que yo quiero es estar solo, tranqui, sin compromisos. Porque si yo estuviera solo en este mismo instante, ¿qué cambiaría? Mucho cambiaría. ¡Mucho cambiaría! Porque si quiero agarro y me acuesto y chau, qué hay, qué te pasa…” digo desafiándome sin medir los riesgos.

“Si quiero agarro y me acuesto. O no. Me voy solo a una excursión al Uritorco y me cago en el día de sol que hay que aprovechar y en la pileta que hay que aprovechar y en el desayuno que hay que aprovechar y resulta que me tengo que levantar a las siete y media de la mañana y todavía tengo las pestañas pegadas cuando ya tengo atravesada una medialuna que entre sueños hago bajar con el café con leche que hay que aprovechar, para después salir cagando a la excursión que hay que aprovechar. Pero yo me pregunto, ¿qué mierrrda hay que aprovechar? ”, digo, esta vez remarcando la erre.

Frente al espejo vuelvo a comprobar que sin cejas la furia no es furia. Así no asusto a nadie. Agarro el delineador de Silvina y me dibujo dos cejas. Continúo:

“Si yo estaría solo” digo para enseguida agregar “estuviera” y no dejarme pasar el error, “si yo estuviera solo ¡minga de vacaciones en Córdoba porque las nenas lo necesitan! Vacaciones para qué cornos, vacaciones para quién, para mí seguro que no porque me la pasé manejando veinte horas y después hay que llegar y armar la carpa y dormir en la carpa enroscado como un gusano, almorzando sanguchitos y cenando con puré chef. Total después VAMOS AL HOTEL”, enfatizo estas últimas palabras imaginándolas como impresas en mayúsculas, agrego: ¡Hotel de mierrrda, vacaciones de mierrrda y vida de mierrrda!”.

Pero es inútil. Las cejas delineadas no son como las naturales. No llegan a reforzar el carácter, la fuerza de mis palabras. Termino de afeitarme. Crema de ordeñe para suavizar la piel. Se me ocurre una idea. Voy hasta la habitación de las nenas y agarro el marcador negro de trazo grueso. Delineo sobre mis ojos dos cejas desmesuradas. Luego digo:

“Aprovechar, aprovechar las pelotas aprovechar. ¡Qué vacaciones ni ocho cuartos! ¡Solo… tendría que tomarme unos días para estar solo… eso es lo que tendría que hacer!” me escucho decir enfurecido mientras golpeo la rodilla contra el lavatorio en el primer intento de colocarme el short de baño. Sigo adelante, envalentonado:

“¿Sabés por dónde me paso las vacaciones? ¡Por las pelotas me las paso!” contesto de manera descortés y sin darme tiempo a nada.

Ahora sí lo puedo decir: con las cejas gruesas meto miedo. Mierda, ¡qué diferencia! Compruebo que ya no tengo que decir: mierda qué diferencia. Cuento con las cejas como elemento de expresión.

Miro mi rostro en el espejo mientras me pongo el protector solar. Puedo decir que estoy satisfecho. Satisfecho cierro la puerta de la habitación y salgo al largo pasillo que conduce al lobby del hotel, donde me espera Silvina.

Además, cavilo en el trayecto, si yo estuviera solo entre otras cosas pongamos que me vengo a veranear a Córdoba, pongamos inclusive que vengo en auto manejando. Es un suponer. Pongamos que elijo este mismo hotel en Villa Giardino. Pero no perdamos de vista este detalle: estaría solo. ¿Y en qué cambiaría las cosas? Las cambiaría en mucho porque entonces estaría en una habitación para una sola persona, ¿entendés? ¿Cómo que no entendés? Si estuviera solo no estaría durmiendo en la habitación cinco bancándome ese ruido durante todo el día, ¿entendés Silvina?, por eso es que tomé la decisión de separarme de vos. Y no hay tutía. Es una decisión. Punto.

Cuando llego al lobby, Silvina y las nenas me esperan sentadas. Las tres se quedan boquiabiertas fijando sus miradas en un punto situado ligeramente por encima de mis ojos.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 3


LA VISION DE SILVINA

“Por la manera como fui atendido”, le dije a Silvina, “me parece que no tenemos muchas opciones. Ya tomé una decisión”.

Silvina miraba desde la cama. Amablemente me invitaba a sentarme a su lado. Así lo hice.

Durante un rato nos mantuvimos en silencio. Cualquiera hubiera pensado que meditaba cada una de las palabras que iba a decir. En realidad lo que me impedía comenzar era un pedacito rebelde de carne de cuadril alojado en mi muela partida desde la noche previa a nuestra salida de Buenos Aires.

“¿Y, Pollo, qué decidiste? Contame…”, dijo Silvina.

“Mirá, por la onda que me tiraron, a mí me parece que hay muy pocas posibilidades de que nos cambien de habitación, así que la decisión que tomé es esta: Silvina, ¡vamos a separarnos!”.

Mi esposa hizo un silencio muy largo. Miraba hacia arriba y hacia abajo. De derecha a izquierda. Por un momento pensé que ella también tenía un trocito de carne metido entre los molares.

“Disculpame pero, ¿cómo llegaste a esa conclusión?”, dijo.

Efectivamente no era fácil seguir mi cadena de razonamientos. No tenía grandes argumentos. En cambio me encantó la sonoridad de esa frase:

“No es fácil seguir mi cadena de razonamientos” dije.

Silvina no parecía encontrar la misma sonoridad en esas palabras, circunstancia que no me preocupó en exceso porque nunca tuvo oído musical. Permanecía callada. Taciturna.

“¿Sabés Pollo lo que hago yo con tu cadena de razonamientos? ¿Sabes lo que hago Pollito?”

Estuve por contestarle que no, que no sabía, pero no me llegó el momento. “Primero que todo quiero decirte Pollo que me rrrecago en tus razonamientos, ¿entendésss?”, dijo remarcando las consonantes del principio y del final. “Y después de rrrecagarme ¿sabes qué hago?, lo que hago es tirar de la cadena de tus razonamientos y mirar cómo se van por el agujerito.” Acompañó esas últimas palabras con un mohín cariñoso que consistía en entrecerrar los ojos al tiempo que frotaba su dedo índice por la punta de mi nariz.

“No es fácil seguir mi cadena de razonamientos”, repetí con un poco menos de seguridad que antes. Mi imagen era la de un hombre taciturno. Nada del otro mundo si consideramos que estoy al lado de una persona de las mismas características.

Creo que a esta altura no tiene sentido esconder que me encanta la palabra taciturno.

Entonces tuve una ocurrencia que de cero a diez me pareció de siete puntos con cincuenta: Eduard de Bono.

“¿Sabés lo que pasa Silvi? Lo que pasa es que no siempre nuestro pensamiento sigue un razonamiento lógico”. Silvina continuaba pasandome el dedo índice por la punta de la nariz pero aumentando de a poco la presión sobre el tabique.

“El razonamiento lógico es nada más que una faceta de nuestra actividad mental, pero muchas veces las cosas de la cabeza no son algo matemático, no son dos más dos”.

Silvina hizo un gesto de no entender y comenzó a desabotonarse la blusa.

“¿No oíste hablar del pensamiento lateral?”

Como toda respuesta a mi pregunta, mi esposa continuó desnudándose. No tenía ánimos de desairarla pero sentí que, desgraciadamente para ella, la situación no daba para ponerse a hacer el amor. El ruido en la habitación era el acostumbrado, hacía demasiado calor y en el ambiente flotaba una cantidad increíble de minúsculas cotorritas que presagiaban tormenta.

Me sentía extraviado, escéptico. Taciturno. De manera tal que, agarrando una vez más por el atajo del pensamiento lateral, me abalancé sobre Silvina con desenfreno animal.


martes, 13 de enero de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 2


EL TORO POR LAS AFTAS



Mi esposa no tardó en ponerse de acuerdo conmigo: la situación no daba para más. Aunque tanto ella como las nenas dormían en la sala de máquinas como afectadas por un somnífero, decidí que tenía que encarar sí o sí a las autoridades del hotel.

“¡Voy a hablarlo ya mismo!”, dije golpeando con el puño sobre la mesa y levantándome de la silla de manera un poco teatral. Al hacerlo, se ladeó mi taza de café con leche a medio terminar manchando un poquito mi bermuda color crudo. Siempre mancho un poquito la ropa.

“¡Tomá el toro por las astas!”, fue lo último que alcancé a escuchar de Silvina.

En el mostrador de la recepción fui recibido de manera atenta por el conserje. Le expliqué al detalle nuestro problema: a la noche no se podía dormir porque se escuchaba un ronroneo, seguramente provocado por el motor de un generador o algo así... El empleado me miró sonriendo. Con aire de triunfo dijo lo siguiente:

“Ronronean los gatos…”. Luego bajó la vista y simuló anotar algo en un libro de tapas azules que descansaba en el mostrador. Estoy seguro de que se trató de una simulación porque en la mano no tenía lapicera.

Reexpuse mi problema abundando en cada detalle. Esta vez cambié el final: el motor hace mucho ruido, un ruido insoportable.

“Motor hace mucho ruido”, escribió el conserje no en el libro sino en un papelito suelto luego de sacar de su bolsillo una birome que recién acababa de estallar. Con el mismo papelito de la anotación limpió luego la punta de la birome que no dejaba de emitir bolitas de tinta azul.

“Vea mi querido amigo, frente a estas situaciones, mejor tomar el toro por las aftas… ¿En qué habitación está hospedado usted?”

“En la cinco”, contesté.

“¿La cinco?” repreguntó con los ojos en blanco.

“Si, la cinco”, repuse.

Después de un tiempo durante el cual el sujeto no respondió a ningun estímulo externo, tomó el papelito entre sus dedos de argamasa y me pidió que esperara sentado en el lobby. Agregó que me llamarían por los altoparlantes.

Asi fue. A los cinco minutos era convocado al mostrador de recepción por una agradable voz femenina.

El mostrador era exageradamente alto, rústico y de color negro. Por detrás de él, se alzaba una persona de las mismas características.

“¿Usted es el señor de la habitación cinco?”.

“Así es”, contesté.

Era un hombre descomunal de alrededor de metro ochenta metro noventa de…ancho. Sus manos, apoyadas en el borde del mueble, eran tan grandes que parecía que llevaba guantes de boxeador. Entre el índice y el anular de la mano derecha llevaba una lapicera que lucía como la aguja de una jeringa.

“Este hotel” dijo el mastodonte “se hizo con la lucha de todos los trabajadores”. Asentí pensando que, efectivamente, la arquitectura del lugar era bastante caótica.

“Este hotel” agregó “es el orgullo de todos los trabajadores y es un honor para nosotros ofrendarlo”. Ofrendarlo, me repetí. El hombre, por llamarlo de alguna manera, continuó:

“Este hotel... ¿sabe que a mí me tocó estar en la inauguración de este hotel? Este hotel se inau-guró…”, dijo separando las sílabas por razones que desconozco, “…un veintiocho de abril de mil novecientos cuarenta y sasa…” Esperé para hacerle repetir el año exacto pero tosió y carraspeó durante unos diez minutos para luego seguir:

“Así que usted es el de la habitación cinco… Y quiere cambiarse de habitación por el ruido… Ajá… vea, yo puedo trasladarle su inquietud a la gerencia del hotel. Ahora, desde ya le adelanto una cosa. ¿Usted sabe quién ocupó la habitación cinco el día de la inauguración de este hotel orgullo de todos los trabajadores?”

Sin darme el tiempo reglamentario que habitualmente se otorga en los programas de preguntas y respuestas, el gigante agregó:

“¡Se lo digo yo: el general don Juan Domingo Perón! ¡El mismísimo general don Juan Domingo Perón! Asi que, si usted quiere, yo traslado el tema a la gerencia…” dijo mirándome con sus ojos de ametralladora. “Mientras tanto usted lo piensa mejor y decide tranquilo”.

Reculé unos pasos no sin antes agradecerle por su deferencia. Caminé luego por el largo pasillo que conducía a nuestro cuarto sopesando las desventajas y los beneficios de la situación. Sopesé esto y lo contrapuse con lo de más allá, sopesé aquello y lo medí a la luz de lo otro. Me di cuenta de que le estaba encontrando el gustito a sopesar cosas, no importa cuán falsas o verdaderas fueran.

Tengo que decir que no fue todo sopesar. También había tomado una decisión.


Vacaciones en Nairobi - Capítulo 1

PECHITOS

No exagero en nada si afirmo que el interés de Silvina por veranear en Córdoba se centraba exclusivamente en el ojetivo de realizar una nueva visita a la casa de Manucho Mujica Láinez.

Tengo que reconocer que esa expectativa desmedida, que mi esposa nunca disimuló, me hizo sospechar en la existencia de una oscura relación sentimental.

Como imaginarán, no me encontraba frente a un problema menor. Pero Silvina logró transmitirme cierta tranquiidad al demostrarme que a la fecha de fallecimiento de Manucho, ella sólo tenía un año de vida.

De todos modos, la que sería en rigor nuestra séptima visita a “El Paraíso”, se iría posponiendo como consecuencia de una seguidilla de días de sol pleno que más bien invitaban a permanecer en el hotel aprovechando al máximo sus instalaciones.

A propósito, he aquí una somera semblanza de nuestro albergue: era algo así como estar en el Titanic. Pero habíamos sido favorecidos con una habitación contigua a la sala de máquinas. A la mañana, a la tarde y sobre todo durante la noche, un motor persistente ronroneaba sin parar.

Sólo se detenía durante intervalos insignificantes. El tiempo suficiente para empezar a creer que no volvería a funcionar. Era sólo una ilusión: sí que empezaba. Cada veinte minutos el Titanic volvía a zarpar como un barco visitando puertos equivocados conducido por un capitán enajenado.

Pasé la primera noche intentando diferentes ejercicios mentales para conciliar el sueño. Imaginé que iba en un tren de carga que se dirigía a través de la selva sorteando un camino de vías deformadas por el sol y surcadas por piedras gigantescas y durmientes rotos. Finalmente me dormí. Quince minutos después, desayunábamos de lo más alegres en el comedor del hotel.

“Yo no voy a aguantar otra noche así, que nos cambien de habitación o que nos devuelvan la plata”, le dije convencido a Silvina mientras comenzaba a observar a una vecinita de mesa que, sin la menor discreción, tocaba, acariciaba, acomodaba y volvía a acomodar su pechos.

Calculé que tendría unos diecisiete o dieciocho años. Era rubiecita, delgada y desde temprano peleaba de manera sorda con sus padres.

“Pechitos”, porque así la bauticé, tenía un papá muy parecido al jefe de Homero Simpson. La similitud tenía que ver no sólo con los rasgos del hombre sino también con su humor. La pequeña familia se completaba con la mamá, mujer cuyo rostro tenía una expresión completamente neutral que se mantenía invariable bajo cualquier tipo de circunstancia.

Y hablando de la mesa del desayuno, hay que decir que estaba muy bien presentada. Cada cual tenía un plato con dos rebanadas de pan tostado, dos medialunas y un vigilante. Como ya lo anticipé, en la mesa de Pechitos había a diario una sorda disputa por las medialunas. La cuestión se planteaba en estos términos: mientras el papá y la mamá hablaban, la mocosa se comía las dos medialunas que le correspondían. Cuando los padres se decidían por fin a desayunar, Pechitos le hacía un mohín a su mamá para que le cediera una medialuna más, a cambio del vigilante. La mujer resignaba de manera educada y madura su medialuna. Acto seguido, le hacía un mohín a su marido para que este, a su vez, le permitiera acceder a su medialuna. El hombre entregaba el material con la actitud de quien es despojado de su billetera en un asalto. Esta escena se repitió durante los tres primeros días. Al cuarto, el matrimonio se sentaba a la mesa anticipándose a la llegada de su hija y desayunaba a la velocidad de un rayo.