domingo, 27 de septiembre de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 37

VISITANDO LA CASA DE MONICA Y CESAR


Con Silvina llegamos a la conclusión de que lo mejor va a ser esperar hasta que el agua baje.

Pese a que después de la tormenta amanece un día radiante, el camping es un verdadero lodazal.

“Podemos ir a los jueguitos electrónicos” proponen las nenas derrochando imaginación.

Les explico que los jueguitos electrónicos no pueden ser su único pasatiempo. Que San Pedro tiene miles de atracciones posibles, a cuál de ellas más divertida.

“Vamos a visitar la casa de un escritor”, propongo.

“¿Qué escritor?” dice Juli como refiriéndose a un narcotraficante.

“Un escritor muy conocido que se llama Abelardo Castillo” digo.

“Yo no lo conozco” dice Juli.

“¿Abelardo qué?” pregunta Sofi quitándose sólo el auricular derecho.

“... Castillo. Abelardo Castillo. Es un escritor que a papá le encanta”, dice Silvina.

Sé que el apoyo incondicional de mi esposa va a surtir un efecto contraproducente.

“¿Qué tiene que ver que a papá le guste mami? No porque a papá le guste el vermout vamos a tomar nosotras vermout” dice Juli.

“Claro ma’, si papá se tira al río, ¿vos también te vas a tirar?” agrega Sofi.

Estas palabras producen un efecto devastador en Silvina que comienza a mirarme con desconfianza. Por lo pronto acaba de comunicarme su decisión de no comprar más vermout.

Tengo que producir un golpe de efecto. Me asombra mi rapidez:

“Ya sé lo que podemos hacer: ¡vamos a visitar la casa de Mónica y César!”

La idea resulta brillante. Las nenas saltan de alegría. Silvina no se queda atrás:

“Lo único es que yo no tengo la menor idea de dónde es la casa de Mónica y César, ¿vos sabés?”

“Negativo” le contesto.

“¿De dónde saliste con esa cosa policial?” me reprocha Silvina. Tiene razón: no se de dónde saco estas cosas.

“Nosotras sabemos la dirección” dicen las nenas. Juli saca su libreta personal y, efectivamente, me muestra el presunto domicilio del matrimonio mediático.

Caminamos bajo el sol del mediodía. La casa en cuestión está bastante alejada del centro de la ciudad. El tiempo, tras la tormenta, se mantiene muy caluroso y húmedo.

Exhaustos y muertos de sed, llegamos a un coqueto chalet que en la puerta de acceso tiene dos timbres. El primero dice “Mónica y César”. Tiene el dibujo de un corazón y dos naranjas. El segundo dice “Telenoche investiga – Formule sus propias denuncias”.

Aunque estamos ansiosos por conocerlos, siento que mi deber de ciudadano está antes: toco el segundo timbre. Me atiende la voz de Mónica en una suerte de contestador automático conectado al portero eléctrico:

“Usted está comunicado con la casa de Mónica y César. Si desea formular alguna denuncia diga uno. Si solo desea dejarnos saludos, diga dos”.

Digo “dos”.

“… Si desea que la denuncia se la tome Mónica, diga uno, si desea que la denuncia se la tome César, diga dos. Si se arrepintió de hacer la denuncia y sólo desea dejarnos saludos, diga tres…”

Digo “dos”.

“… ¡Hola! ¡Bienvenido amigo! Soy César “El gaucho” Mascetti, para servirlo… En este momento no me encuentro disponible porque estoy en plena cosecha de naranjas. Si de todos modos desea formular su denuncia, diga uno y será atendido por Mónica. Si prefiere esperarme a mí, diga dos. Si se arrepintió recién ahora y sólo quiere mandarnos saludos, diga tres. Un abrazo del alma…”

Digo “uno”.

“¡Hola! Te habla Mónica Cahen D’anvers, la esposa de César. Le tengo bien dicho a César que yo puedo ser su esposa pero no su sirvienta. Cuando hay cosecha de naranjas él es el que se sube al árbol pero… ¡quién te crees que sostiene la canasta?.. Si querés esperarnos y hacer tu denuncia, decí uno. Si querés ser atendido por los caseros, decí dos. Si no te arrepentiste de mandarnos saludos, decí tres… Un abrazo fraterno…”

Digo “dos”.

“…Hola, te habla Terencio Batista, casero de profesión y amigo del alma. Si querés denunciar alguna cosita decí uno y con gusto te voy a atender. Si preferís que te la tome mi señora, decí dos. Si te arrepentiste de formular la denuncia y sólo querés mandarnos saludos, decí tres.

Digo “uno”.

“… No me lo vas a creer pero en este momento justo me agarrás embolsando las naranjas de Mónica y César. Pero no importa, si decís uno te va a atender mi señora. Si decís dos, te va a atender el comisario Buenaventura. Eso sí, hablale fuerte y pausado porque es medio sordo y lento para tomar nota. Si querés dejar saludos para Mónica y César, decí tres. Si querés dejarnos saludos para nosotros, decí cuatro.”

Analizamos la situación con Silvina y las nenas. Silvina me pregunta si es realmente muy importante lo que tengo para denunciar. El hecho a investigar es el siguiente:

A mitad de cuadra de nuestra casa está el supermercado Fortuna. Sus dueños son coreanos. Mi hija Sofía sabe pasar cada mañana por la puerta del autoservicio. Uno de los dueños mira a mi hija de una manera lasciva que no estoy dispuesto a seguir tolerando.

Por otra parte tenemos pruebas sobradas de que en ese supermercado se venden mercaderías robadas. Juli por ejemplo compró hace poco un chocolatín Jack. Como sorpresa dentro de la golosina venía un papelito doblado en cuatro. Al abrirlo podía leerse: “Uste ganal uno gaseosa Nalanjú. Canjeal supelmelcado de su balio”.

“¿A vos te parece que son temas de entidad suficiente para hacer una denuncia?” Las palabras de Silvina me asombran.

“Se trata nada más ni nada menos que de nuestras hijas” digo categórico.

“Está bien, pa’” dice Sofi, “nosotras nos arreglamos solas. Luego agrega lo siguiente: “Papi, ¿hasta cuando vamos a estar acá… acá en la puerta de la casa de Mónica y César?”

Me distraigo un instante observando el dibujito de las dos naranjas en el timbre principal de la casa. No tardo en descubrir que se trata de dos naranjas ombligo y que lo que simulan ser dos ombligos no son otra cosa que sendos pulsadores. Aprieto el de la naranjita derecha:

“Abort… abort…” dice una voz de robot “al apretar esta botón usted desiste automáticamente de su denuncia. Si está de acuerdo, confirme apretando la naranjita izquierda”.

Me quedo un rato pensando en el curso a seguir. Ya no me queda mucho tiempo: Silvina y las nenas se acercan armadas con palos y piedras, presumiblemente para atacar al portero eléctrico.

“¡Alto, alto amigos que las cosas no se arreglan con violencia!”. Es la voz del gaucho César Mascetti que acaba de asomar la cabeza por la puerta de su casa. Sonríe de manera campechana. La suya es una sonrisa luminosa que todo lo cambia. El sol, por ejemplo, que nos daba calor, ahora nos calcina.

“Pero vean a quienes tenemos por aquí” dice Mónica refiriéndose de manera cariñosa a las nenas. A Silvina y a mí nos ignora.

“Qué petisita es” alcanza a cuchichearme Silvina antes de que el gaucho Mascetti me extienda la mano.

“Buenas tardes, César Mascetti” digo demostrando una lucidez que a veces preferiría no tener. César se queda mirándome con pena. Mónica tiene que sacudirle el hombro para volverlo a la realidad. Luego dice:

“¿Qué te parece César si hacemos pasar a nuestros amigos?”

Lo de amigos me parece un exceso pero optamos por pasar, más que nada por las nenas.

Entramos a una cálida recepción. Leños recién recogidos se apilan en un hogar a la espera de los próximos fríos.

“Pónganse cómodos” dice Mónica. Estamos transpirados y cubiertos de polvo.

“Siéntese, siéntese amigo” dice César palmeándome la espalda. “Aguarden un minuto que les acerco algo para tomar. Deben de estar muertos de sed.” Se va César y aparece Mónica con una caja de fósforos grande.

“Siempre le digo a César que debe de haber pocas personas tan friolentas como yo” dice agachándose para encender el hogar. Los nervios me hacen transpirar más todavía.

Reaparece César con una bandeja de naranjas que parecen usadas.

“Yo mismo las apisoné. Ahora háganles un agujerito y chúpense el jugo… ¡van a ver qué sensación!”.

Nos abalanzamos sobre las naranjas y las chupamos con desesperación. La sensación es que nos estamos muriendo de sed. Mónica nos observa arrimada al hogar, donde los leños comienzan a arder.

“Con Mónica decimos que no hay nada más lindo que recibir gente” dice César. Comienza a derretirnos la combinación de su ternura con el calor del fuego incipiente. Acaricia la cabeza de nuestras nenas. Las dos tienen los labios resquebrajados por la sed.

“¿Ustedes tienen los labios un poco paspaditos o me parece a mí?” dice Mónica. “Les voy a traer mi manteca de cacao”.

Un inmenso ventanal comunica la recepción con el parque que rodea la casa. Hacia la derecha, un enorme papagayo con los colores de Boca nos mira desconfiado desde su jaulón. Veo que tanto Sofi como Juli se acercan a la jaula con propósitos que no me quedan del todo claros.

César se sienta a mi lado y me toma del hombro. Estoy muerto de calor. Puedo ver a las nenas jugar con el papagayo.

“Ahora con Mónica les vamos a mostrar nuestros naranjos. Tenemos unas naranjas grandes como pelotas de fútbol”, dice César. Mientras me pregunto por qué a nosotros nos tocaron esas naranjas tan chiquitas, el gaucho Mascetti parece adivinar mi pensamiento.

“…Lo que pasa es que esas grandotas las exportamos”.

Estoy agobiado por el calor del fuego y por la sed. Observo que a las nenas, más que el papagayo, les llama la atención algo que parece estar en el piso del jaulón.

“Con Mónica decimos que tenemos la suerte de vivir en el paraíso”. Advierto que todo lo que dice César lo dice con Mónica. Parece un hombre sin vida propia.

Inquieto por vaya a saber qué, César se pone de pie y se sienta en el sillón que está frente al mío. Esto es un hecho providencial porque, de esa manera, no alcanza a advertir lo que en ese momento hacen mis hijas.

“Con Mónica decimos que San Pedro es nuestro lugar en el mundo”, dice el gaucho. A sus espaldas Sofi abre la puertita de la jaula del papagayo. Luego es Julieta la que introduce su manita.

“Con Mónica decimos que si hay otra vida posible, volveríamos a elegir este lugar de ensueño”. Sus palabras suenan poco creíbles. También es bastante increíble lo que ven mis ojos: las nenas han sacado de la jaula el recipiente del agua y beben con fruición su contenido no sin antes apartar alguna que otra semilla de girasol. Luego vuelven a poner el potecito en su lugar y a bajar la puertita de la jaula en el momento preciso en que reaparece Mónica.

“Acá les traje mi manteca de cacao. Pónganse ustedes mismas. ¿Qué les parece nuestro papagayo? Adivinen cómo le pusimos: le pusimos Jacinto. Por Alberto Jacinto Armando, el expresidente de Boca. Con César pensamos que Alberto era muy formal, en cambio Jacinto es de lo más simpático, ¿no es cierto Jacinto? ¿Qué hache mi lindo pajalito? ¡Uuuy, cuánta agüita tomó hoy mi pajalito! ¡Eta muelto de ched!” dice Mónica empleando un dialecto oriental que apenas manejábamos.

Silvina parece ajena a todo lo que ocurre. Está fascinada con el hecho de ser más alta que Mónica. Cada vez que puede, se para lo más cerca posible de ella para reconfirmar que la conductora sólo le llega a la altura de los hombros.

“Pensá que yo estoy sin tacos” alcanza a decirme cuando Mónica desaparece nuevamente para reponer el agua de Jacinto.

Sin motivo aparente, César entra en una cadena interminable de estornudos. Es bueno verlo hacer algo por sí mismo.

Desde la cocina, Mónica llama a Silvina por su nombre y le pregunta si le puede dar una mano en la preparación de una picadita.

“¿Oíste? ¡Me llamó por mi nombre! ¡Me llamó Silvina, como si fuéramos amigas de no se cuánto tiempo! ¡Qué mina genial! Es más baja que yo y encima es resencilla”. Luego mi esposa se dirige a la cocina.

César continúa estornudando. A sus espaldas, las nenas permanecen junto al ventanal y prestan una atención hipnótica a los movimientos de dos perros lanudos.

“Son Curly y Larry, nuestras mascotas. Son pastores ingleses” dice César que por fin termina de estornudar.

“Mónica quería un machito y una hembra pero yo en eso la tengo muy clara: quería dos machos sí o sí”.

Asomado al ventanal, pude sorprender a los canes, uno encima del otro, en una actitud que me pareció, por lo menos, digamos que llamativa.

Me puse a pensar si valía la pena desengañar a ese hombre bonachón y campechano que tenía frente a mí. Pero lo sentí un ser tan vulnerable, tan de espaldas al ventanal y a la realidad que decidí dejarlo vivir en su ilusión.

Las nenas se mantenían firmes mirando el espectáculo de Curly y Larry. Observé que Juli estaba a punto de hacer un comentario en relación a lo que observaban sus ojos cuando, providencialmente, la voz de Mónica nos convocó a todos desde la cocina.

“¡A comer todo el mundo!”, dijo.

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