viernes, 17 de abril de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 23

LA VISITA A LA CASA DE MANUCHO

“Se me ocurre una idea: ¿y si hacemos la salida a la casa de Mujica Láinez?” digo con un entusiasmo de niño.

Mi propuesta sólo entusiasma a Silvina.

Las nenas reaccionan de la siguiente manera:

“Papi, no quieras cambiar de tema. Por tu culpa no pudimos ir a la pileta. ¡Cada vez que te afeitás tardás un montón! ¡Después nos decís a nosotras que tardamos en el baño!”

La argumentación de Juli es completamente irrefutable. Empleando una estrategia de distracción digo:

“Y en el camino compramos tortas fritas y las vamos comiendo con mate...” elevando la apuesta.

Pero las nenas no se muestran entusiasmadas. Dos hermanas haciendo causa común ya son un gremio.

“Y a la vuelta pasamos por los jueguitos electrónicos...” remato. Luego de un instante de silencio, Juli y Sofi cruzan las miradas y esbozan la primera sonrisa.

Ahora ya sé que sólo es cuestión de tiempo. Son dos criaturas encantadoras. Pero, por sobre todas las cosas, son argentinas hasta la médula.

“Bueno, está bien, vamos a la casa de Mujica Lainez” dice Sofi en su carácter de secretaria general del gremio de las hermanas.

Es una tarde de lluvia como para dormirse una siesta monumental pero al menos he podido zafar de la situación.

Bien afeitado, con la remera azul francia y mi bermuda de color crudo, sin manchas por ahora, me siento un ganador.

“No creo que te convenga llevar el gorrito ni el flotador” sugiere Silvina. Está en todos los detalles, es verdad.

Me desprendo del flotador pero como para demostrar que no soy de aquellos que se dejan llevar por las narices, me dejo puesto el gorrito de Aguas Verdes.

No hacemos más de dos metros con el auto cuando comienzan a reclamarme por las tortas fritas. Contra todo lo esperado, Silvina se suma a la protesta. Estamos todos muertos de hambre en realidad.

Bajo en una panadería de Cruz Chica y compro dos paquetes.

“Es una exageración”, dice Silvina. Le explico que los niños tienen un concepto muy distinto al nuestro acerca de la palabra exageración.

No me equivoco. Media hora después, al llegar a la casa de Manucho Mujica Láinez, no quedan ni migas de las dos docenas de tortas fritas.

Una mujer nos explica que para la visita a la casa se arman pequeños contingentes cada media hora.

“De todas maneras, si no quieren esperar, pueden hacer una cosa: incorpórense al grupo que está terminando la recorrida y después hacen la visita completa, desde el comienzo, con el próximo contingente.”

Estamos de acuerdo. Nos conduce hacia el grupo que forma una ronda en torno a la guía, a quien la mujer que nos vendió las entradas le señala que, concluído la última parte del recorrido por la casa del escritor, nosotros tendremos derecho a permanecer en el lugar para hacer la visita desde su punto inicial.

“Lástima que así ya conocemos el final...”

No digo que la ocurrencia haya sido genial pero por razones que desconozco, no lo festejó absolutamente nadie. Es más, creo que el grupo al que por suerte dejaríamos de pertenecer en cuestión de instantes, se quedó mirándome en un estado de completa confusión.

Ese no fue el caso de mi familia. Tanto Silvina como las nenas rieron con mi ocurrencia. Punto a favor para mis adoradas palomas.

El último tramo de la visita guiada transcurría en un amplio salón donde colgaban cuadros de los antepasados del literato

“Este era el salón donde el escritor hacía sus fiestas. Una vez al año Manucho convocaba a sus amistades y hacía un baile de disfraces. Le encantaba disfrazarse, fíjense en esa pared... tenemos el traje de arlequín, que era uno de sus preferidos…”

“…Y ese es el retrato de la esposa del escritor. El siempre decía que tenía dos mujeres preferidas: una era su madre y la otra era su esposa... su esposa...” La guía estaba en medio de una laguna de la cual la rescaté de inmediato.

“Ana de Alvear...” exclamé.

Silvina y las nenas rieron de la misma manera que cuando hice el chiste de que ya conocíamos el final. El grupo en general y la guía en particular, se las quedan mirando. Bueno. Está bien, es una pequeña desventaja, pero no hay que olvidarse de que ellas festejan todo lo que digo y eso, la mayoría de las veces, es muy lindo.

Atravesamos un corredor y llegamos a la gran recepción de “El Paraíso”, que así se llama la casa del escritor. En ese lugar hay un pequeño recoveco donde, casi inadvertido entre una cerámica colonial de singular belleza, yace incrustado un azulejo con la figura de un hombrecito. Es “el hombrecito del azulejo”, personaje del cuento del mismo nombre.

A título de despedida, la guía lee un párrafo del libro “La Casa”. En medio de un aplauso cerrado, queda en pie la invitación para una próxima visita.

El nuevo grupo queda integrado por mi familia junto a tres parejas más.

En rigor de verdad para Silvina y para mí esta no es la primera visita a la casa de Manucho. De todos modos es muy agradable venir porque lo que van cambiando son los guías y uno se puede enterar siempre de algo nuevo.

Pero un elemento permanece invariable: siempre se refiere a los visitantes la leyenda de una presencia misteriosa en la casa y sus confines. Parece ser un fantasma que no sería otro que el de uno de los exdueños. Su permanencia en la casa se explica porque, en su momento el hombre se vio obligado, contra su voluntad, a vender la propiedad.

La guía de este año dice, refiriéndose otra vez a los fantasmas, que inclusive con un aparato cuyo nombre no recuerdo pero que podríamos llamar fantasmómetro, han constatado vibraciones en diferentes puntos de la casa, pero sobretodo en los cuartos de arriba.

“El tipo y frecuencia de las vibraciones se corresponden con los de la presencia de una persona”.

Por supuesto, a partir de ese dato nadie presta atención a las otras explicaciones de la guía y todo el mundo empieza a mirar hacia la escalera de madera que conduce al piso superior.

“Algunos visitantes han podido ver la presencia del fantasma y las descripciones son muy coincidentes en cuanto a los detalles de su rostro” agrega la guía.

Es subiendo las escaleras cuando comienzo a constatar que las tortas fritas, en la forma y cantidad que las he comido, fueron demasiado para mi estómago ronroneante.

“Esta es la biblioteca de Manucho. A la derecha pueden ver su correspondencia. Está ordenada alfabéticamente. Esa es su máquina de escribir. En la vitrina que está aquí en el centro pueden ver...” La guía se detuvo. “¿Oyeron eso?” preguntó con ojos misteriosos.

Excepto una señora que llevaba audífono, la mayoría contestó que no.

“Manucho acostumbraba firmar los ejemplares con esta hermosa lapicera...”

“¡Yo se la vi!” interrumpió una señora. Supongo que se referiría a la lapicera.

“... Mont Blanc” concluyó la guía.

“¿Oyeron eso?” dijo deteniéndose en seco la jovencita que empezaba a conducirnos al dormitorio del escritor.

“Ahora sí” dijo una pareja.

“Nosotros también” dijo otra, creo que para no ser menos.

Las tortas fritas empezaban a sembrar la semilla de una verdadera revolución en mi estómago. El ronroneo era tan fuerte que atiné a mitigarlo poniéndome a cantar. Tarareaba viejos éxitos de los años sesenta. Entre ellos, “El Camaleón”, un viejo hit del Club del Clan.

“A un costado de la cama pueden ver los libros que Manucho consultaba en el momento de su muerte”. Se hizo un silencio respetuoso que interrumpí con la estrofa de “El camaleón” que reza:

Mucho me querías

Y conmigo estabas

Yo me daba vuelta

Y tú me engañabas

“Perdón, no lo tome a mal, pero voy a pedirle que no cante más por una cuestión de respeto al lugar donde estamos”.

El lugar donde estabamos era, como dije antes, el dormitorio donde precisamente el escritor falleció.

Tragué saliva. Eso pareció ser la mecha que encendió el polvorín en mi estómago. Me aparté unos cinco metros del grupo con la excusa de asomarme al ventanal del dormitorio.

“¿Oyeron ahora?” preguntó la guía.

“Ahora sí” contestaron todos sin excepción, incluídas Silvina y las nenas por supuesto.

Mi estómago era un león con ayuno de cinco días frente al cual se balanceaba un simpático monito.

“Bueno, si todos escucharon, se darán cuenta que lo del fantasma no es un invento”.

Para distraer mi cabeza comencé a hacer algunos cálculos abstractos y gratuitos. Por ejemplo: a razón de dos litros por torta frita, yo había consumido doce litros de aceite. Porque enseguida Silvina me dijo que le resultaron ricas pero que a su parecer tenían demasiado aceite. No lo noté en ese momento. Ahora ya era muy tarde. Como toda revolución, la de mi estómago se había desatado con consecuencias imprevisibles.

“¿Esos son truenos?” se preguntaban los visitantes mientras desaparecían escaleras abajo al darse por concluída la visita.

Desde la planta baja, Silvina, las nenas y la guía me pedían que bajara de una vez.

“Fantasmas, truenos y misterio” le decía mi esposa a la guía.

“Realmente hoy fue impresionante”, repuso la mujer, “te juro que de todas las oportunidades en que me tocó estar en esta casa, ¡esta vez fue impresionante! ¡Estaba el fantasma ahí… se lo podía oír perfectamente!”

“Es verdad” dijeron Sofi y Juli.

“A nosotros nos habían hablado de la presencia del fantasma… porque te advierto que nosotros” agregó con orgullo Silvina “ya hicimos esta visita en otras oportunidades. Pero a mí me pasó como a vos: hoy lo sentí todo el tiempo. Cuando estábamos arriba fue increíble...”

“Sí, arriba fue increíble”, dijo la guía.

Las dos miraron en dirección a la escalera.

“¡M…, M…, vamos, bajá de una vez!” me reclamaba Silvina.

“¡Señor, señor… disculpe pero el tiempo de su visita ya se agotó!”, agregó la guía.

Mi esposa y las nenas permanecieron un rato más en la casa observando en una vitrina algunos bocetos en lápiz hechos por el escritor amén de efectos personales entre los cuales se destacaban su sombrero, su legendaria lapicera Mont Blanc y unos anillos de piedras engarzadas con forma de escarabajo. Al salir de “El Paraíso”, Silvina y mis hijas me preguntaron qué hacía caminando a paso vivo alrededor del auto.

En el camino de regreso, las tres mostraban cierta preocupación: parece que el fantasma se había encariñado con nosotros.

“¿Vos no sentiste nada Pato?” me preguntó Silvina. “Yo sobretodo cuando estábamos arriba sentí una cosa acá en el pecho, como un calor... ¿Vos no sentiste nada?”

La diferencia entre la persona esotérica que es Silvina y el hombre llano que soy yo radica en la jerarquía de los órganos donde percibimos las cosas.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 22

¿QUIEN PARARA LA LLUVIA?


En la habitación me esperaban Silvina y las nenas.

“¿Qué te quedaste haciendo, Pato?”

Creo que no vale la pena explicarles. En cambio les pido que me esperen un minuto más porque deseo afeitarme. Siento que estoy algo desprolijo para ir a la pileta.

“Nosotras vamos yendo papi” dicen las nenas conociendo mi naturaleza.

“Dale, dale, espérenme que quiero que entremos todos juntos al agua”. La propuesta es bastante idiota pero tiene su lado tierno.

“Pa, ¿por qué tenemos que entrar todos juntos al agua?” dice Juli entrecomillando con los dedos la palabra . Sofi en cambio no dice nada. Sólo se queda mirándome. Le doy lástima.

“Es una manera de decir, Juli. Lo dice de mimoso... Dale, Pato, hacé rápido que te esperamos” dice Silvina.

Luzco bien. Me paro frente al espejo y compruebo que casi no tengo panza. Igual hago una pequeña demostración contrayendo mis abdominales. Adentro y afuera, adentro y afuera.

Los pectorales están bien desarrollados. También puedo contraerlos y mover imperceptiblemente los pectorales.

Hago algunas muecas frente al espejo. Me muestro irónico, preocupado, curioso, melancólico, inocente, despiadado, indiferente, malvado, asustado. Represento muy bien cada estado de ánimo efectuando sutiles ajustes con los elementos expresivos.

La de hoy es una afeitada especial: se trata de la última en la cual usaré crema de afeitar. La próxima será con crema de ordeñe. Iniciamos otra etapa.

Cuando digo “etapa” pienso inmediatamente en la misión Apolo XIII.

“Houston, we have a problem” digo colocándome la crema con mucho cuidado.

Desde afuera Silvina pregunta si estoy bien. Le contesto que sí. Ya he informado de mi problema a Houston, ahora sólo falta que hagan llegar las instrucciones desde la torre de control.

“Te dije Mami que papá se distrae… se queda haciendo cosas... ¿no podemos ir yendo nosotras y después cuando ustedes van nosotras salimos de la pileta y nos volvemos a tirar todos juntos?” dice Julieta al borde del enojo.

“Chicas, una vez que papá pide una cosa...” me defiende Silvina.

“No digas chicas” dice Sofi, “`porque yo no dije nada, la que habló fue Juli”.

Esta es también mi última afeitada con la Trac II. Houston, esperamos instrucciones. A partir de mañana se vienen los tiempos de cambio. Crema de ordeñe y... ¡Match III! Mientras pienso esto manejo la afeitadora como si se tratase de una nave espacial. Con cuidado, la nave termina debajo del chorro de agua por donde desaparece la crema de afeitar junto a los pelitos rasurados de la barba de tres días.

Afeito la mitad de mi cara y me detengo a observar. Comparo la parte rasurada con la que no. Me quita alrededor de cinco años y medio estar afeitado. Es que además de pelado, mi barba es muy blanca. No me conviene llevar barba. ¿Cómo será Papá Noel sin barba? ¿Será lo viejo que aparenta?

“Jingle bells, jingle bells...” me pongo a cantar. Puedo cantar dos palabras de cualquier canción y estar así por horas.

“¡Dale papá!” gritan desde afuera golpeándome además la puerta del baño.

La máquina de afeitar es ahora un trineo que serpentea por el aire. Apuesto a que Santa Claus es un tipo de no más de veinticinco años. Sólo que esa barba y la gordura simulada lo avejentan. Porque yo me juego a que tampoco es gordo gordo. Los gordos parecen siempre bonachones y sin urgencias. Uno no imagina a un gordo violador. Porque está muy claro que un gordo violador, una vez cometido el delito, no podría escapar. Sería presa muy fácil para la ley.

“¡Entrégate gordo! ¡Tienes derecho a permanecer callado y a designar un abogado que te represente!” grito apuntando con mi Track hacia el espejo del botiquín.

“Te dije mami...” dice Julieta.

“Pato, ¿estás bien?” pregunta Silvina.

Por supuesto que estoy bien. Sólo hay que mirarme ahora que tengo la cara completamente rasurada. Soy un policía entrado en años pero conservo una austera elegancia, digo colocándome el gorrito con la leyenda “Recuerdo de Aguas Verdes”.

Abro mi mano y dejo caer la Trac II al cesto del baño como si se tratara de un cohete espacial que va perdiendo las diferentes etapas hasta quedarse sólo con la cápsula.

Es un momento histórico.

“Houston, problema solucionado, volvemos a tierra” digo, poniendo cara de astronauta frente al espejo.

Por fin salgo del baño. Es increíble comprobar la relatividad del tiempo. ¡Lo que para mí en medio del espacio fue nada más que un instante, resultó ser un año luz para Silvina y las nenas!

Supongo que por esa razón me miraban con esos ojos relampagueantes cuando salí de afeitarme.

No estoy empleando una metáfora: al salir del baño pudimos oír los primeros truenos preanunciando la lluvia.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 21

ESCUCHAR LAS DOS CAMPANAS


El comedor quedó desierto. Al igual que el resto de los huéspedes, Silvina y las nenas se retiraron a la habitación para ponerse los trajes de baño. Era una mañana radiante. Sin embargo, opté por quedarme un poco más en el salón comedor.

Es que junto a la ventana había quedado el viejito de la silla de ruedas. Inmóvil, miraba hacia los cerros que circundan el valle donde está emplazado el hotel.

La verdad es que me partía el alma verlo así. No creo en lo que puedan decirme de una persona. Creo en mi propia experiencia con las personas.

Tal como me dijera una vez el encargado del museo de las campanas de Mina Clavero: siempre hay que escuchar las dos campanas.

Quería olvidarme de todo lo que me habían dicho y conocer por mí mismo la historia de ese viejo.

Me fui acercando muy lentamente hacia su silla de ruedas. Como dije antes, colgado de uno de sus apoyabrazos, se balanceaba la bolsita de suero. Llevaba puestos unos anteojos tan gruesos que por un momento sospeché que le permitirían visualizar otras galaxias. Detrás de los cristales, sus ojos opacados por las cataratas eran dos inmensos huevos fritos.

Bastaba ver a ese hombre para encontrarse cara a cara con una de las tantas historias de injusticia y discriminación. Sus orejas portaban sendos audífonos grandes como escarabajos. Sí, bastaba contemplar la soledad de ese resumido ser humano para preguntarse hacia dónde vamos como especie.

Todo parecía ir resumiéndose en ese homúnculo. Todo excepto su dentadura postiza. De no sentir que estaba frente a un ser que se encontraba en el ocaso de las fuerzas vitales, yo le hubiera puesto bozal.

Así son las cosas. Ya podía imaginarme las bromas sufridas por ese anciano querible. Bromas incesantes que fueron haciendo mella en su corazoncito débil que, por esa misma razón, tiene que ser guiado por un marcapasos cuyo cablerío se insinúa bajo los botones de su camisa.

¿Por qué?, me pregunto, ¿por qué con los viejos?

Como no estoy lo suficientemente atento, tengo que repetirme la pregunta.

¿Por qué? ¿Por qué con los viejos? No sé, me contesto lleno de impotencia.

Es que no puedo menos que sentir impotencia al ver ese braguero conteniendo una hernia inguinal grande como una pelota número cinco. ¡Qué fácil es burlarse de un viejo indefenso al que por la comisura de los labios se le escapa un chorrito de saliva y que además tiene un aliento pavoroso! ¡Qué fácil! ¡Cómo me alegro de haberme acercado a este hombre! Porque estoy nada más ni nada menos que frente a un hombre. A pesar de su otra bolsita portando orín, pienso: ¡estoy frente a un ser humano caramba!



Me envuelve un sentimiento de piedad, compasión, misericordia, caridad, conmiseración y lástima. En general los sinónimos me envuelven muy fácilmente. Y hablando de envolver, ¡como quisiera ya mismo ser esa banda elástica que cubre su tibia y perone!

¿Qué circunstancias han llevado a los hombres a no conmoverse frente al dolor de un semejante? No nos hagamos los distraídos. Vamos. Indaguemos. Preguntémonos en forma valiente: ¿lo qué nos ha hecho desviar del camino?

¿Hay una justicia, divina? pregunto al ver pasar a mi lado a “Tetita”. Cuando ela joven desaparece hago la misma pregunta pero sin la coma.

Así que aquí estoy aguardando una respuesta a esa pregunta: ¿qué nos ha hecho desviar del camino? Y hablando de camino, este pobre viejo ha perdido toda posibilidad de caminar desde que la artrosis detuvo sus pies en una posición equivalente a las nueve y cuarto. Parece un soldadito de plomo al que le quitaron la base de sustentación.

Y ahora, a centímetros de él, traspasada la barrera de su impedimento físico, traspasado el parapeto de su olor, me va llegando el momento de decidir con qué palabras voy a dirigirme a él.

Le diré: ¿qué le anda pasando abuelo? Porque ya lo siento mi abuelo y estoy dispuesto a darle lo que no tengo por brindarle un segundo de alegría. Por devolverle urgentemente esa chispa de la felicidad extraviada. Sí, le diré abuelo... eso es... o mejor, abuelito… que sonará en sus oídos como un sana sana colita de rana en el lomo de su alma herida. Y mis palabras lo harán temblar por una razón valedera. No como ahora que se sacude como si presenciara un recital de rock con la participación de músicos invisibles.

De pronto descubro que quiero matarlo de amor. Y se atraviesa en mi mente una palabra luminosa. Le voy a llamar padre. Padre es la palabra que lo va a conmover hasta sus huesos esponjosos. Lo llamaré padre porque me siento su hijo. Pura y simplemente por eso. Porque hoy, aquí y ahora, me siento su hijo.

No resisto más. Le digo:

“¿Qué le anda pasando, padre?”

“Diez y cuarto” contesta mi padre acercando el reloj a dos centímetros de sus anteojos.

Le repito la pregunta porque a lo mejor no estuvo bien formulada. El viejito me hace una seña y ajusta el volumen de sus escarabajos.

“¿Qué le anda pasando, padre? Lo llamo padre porque me siento su hi...”

“¡A mí no me llame padre porque yo no me acosté con su madre!” me interrumpe ese amasijo de carne y huesos con olor a queso camembert.

domingo, 5 de abril de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 20

LA FIESTA DE TODOS

El ambiente en el comedor del hotel es distinto. Tengo la impresión de que todo brilla. De que todo el mundo se lleva bien.

Voy hacia nuestra mesa donde a Silvina y a las nenas acaban de servirles el café con leche.

“Bueno”, digo alzando mi taza, “vamos a hacer un brindis porque papito ya tiene el alta médica” dije agitando el trocito de papel amarillo.

“¿Eso es el alta médica?” pregunta Juli. A veces los chicos no son tan crédulos como parecen.

“Sí, Juli” dice Sofi tomando el papel, “no ves que aquí dice... se autoriza al portador de la presente...”

Sofía interrumpe la lectura porque se tienta de risa.

“…al portador de la presente...” ahora ríe con total libertad. “¿Cómo van a poner… al portador de la presente?”

Silvina también parece tentada. De todos modos no me importa. Alzo la taza y brindo por los días que vendrán, llenos de sol y de pileta. Aprovecharemos lo que nos queda, eso vamos a hacer.

En un momento dado miro hacia la mesa de “Pechitos”. Veo que tanto ella como sus padres nos han estado observando. Los tres sonríen adhiriendo incondicionalmente a nuestra felicidad. Para mi sorpresa, ellos también alzan las tazas y saludan. La jovencita se pone de pie y viene en mi dirección.

“Usted no se merecía una cosa así” dice pasándome el brazo por encima del hombro y apretujándose contra mi pecho.

“¡De ninguna manera! Yo le decía a mi marido. Ese hombre es un caballero” agregó desde su mesa la mamá de la jovencita.

Atraídas por la curiosidad, otras personas comenzaron a acercarse a nuestra mesa. Está claro que a la gente no le importa de qué se tratan los festejos. Sólo le importan los festejos por los festejos en sí. De manera que muchos se arrimaban haciéndose eco de lo último que habían escuchado.

En cuestión de segundos, todo el comedor se concentró alrededor de nuestra mesa. De algún lugar comenzaron a aparecer globos, matracas y serpentinas.

La solidaridad empezaba a apabullarme. Había perdido de vista a las nenas y a Silvina.

Sólo una persona parecía no querer participar del festejo: el anciano que había visto en la pileta. Estaba de espaldas a nosotros, sentado sobre una silla de ruedas que le habían arrimado a los ventanales del comedor. En actitud ausente, su mirada se perdía en el parque del hotel. A un costado del apoyabrazos colgaba la bolsa de suero que el nieto usaba como control remoto.

Al tiempo que por los altoparlantes del comedor comenzó a sonar el cumpleaños feliz, tres mozos se abrieron paso entre la muchedumbre con una torta gigantesca de tres velitas, cada una con un número.

“Pida hombre, pida tranquilo sus tres deseos que bien merecido tiene que se le cumplan” dijo un mozo palmeándome.

En medio del alboroto traté de hacerle entender que no era mi cumpleaños y que por otra parte estaba aún lejos de cumplir los cien.

“Está todo bien hermano, está todo bien” dijo otro mozo uruguayo. No tenía ninguna clase de acento pero sólo para los uruguayos puede estar todo bien. Luego continuó:

“Sabemos que no es tu cumpleaños, pero es la única torta que había... El que cumple cien es el viejo de la silla de ruedas”.

Me chocaron un poco sus palabras. No dijo “viejito”, ni “anciano” ni “hombre ya mayor”. Dijo “viejo” de un modo despreciativo. Creo que uno tiene el deber de hacer notar estas cosas.

“¿Usted se refiere al abuelo aquel, el de la silla de ruedas?”.

“¡Viejito las pelotas! ¿Sabés quién es ese viejo de mierda? Es el ex jefe de cocina. Nos volvió locos toda su miserable vida con la limpieza de esto y de lo otro, con que los ravioles tienen poco relleno y la lasagna mucho. Uno se enternece con los viejos pero yo te digo una cosa: este siempre fue mal bicho. Pedí los tres deseos y olvidate hermano”.

Así lo hice, sin remordimientos: no había más que apreciar el contraste que ofrecía, por un lado toda esa gente contagiada de mi felicidad y por el otro la soledad de ese viejo recalcitrante, de espaldas a nuestro festejo.

Porque eso ya no era mi fiesta. Era la fiesta de todos.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 19

UN DIA ESPECIAL

Hoy bastó con levantarme y poner los pies sobre el piso para que de inmediato sintiera esa sensación de ser un ganador. Lo presiento, lo intuyo. Es uno mismo el que debe torcer el rumbo de las cosas y forjar su propio destino.

Mientras Silvina y las nenas van al comedor a tomar el desayuno, decido ir por mi lado a la revisación médica. Quiero ir solo, le remarco a Silvina. Silvina sabe qué quiero decir cuando empleo la palabra “solo”. Solo es uno mismo con su circunstancia. A suerte y verdad.

Frente al acceso a la pileta y sentados junto a una mesita plegable de madera, están los médicos y la gerente del hotel. Sobre la mesita yace un papel amarillo manchado con restos de café. Es el listado de huéspedes.

“¡Epa, epa, epa, qué carucha tenemos hoy!” dijo la mujer confirmando la sensación que sentí no bien me levanté. Sé que de buen humor, con la cara recién rasurada y una toalla envuelta en la cabeza soy prácticamente irresistible.

Quitemos el prácticamente.

Me detuve un instante hablando con la gerente de temas circunstanciales mientras los doctores acercabana la mesa un catre de campaña, donde aparentemente llevarían a cabo mi revisación.

“Hoy puede ser un gran día” entonó el médico más joven.

“Perdone que se lo diga pero usted sería un árabe perfecto. ¡Mire lo que son esos ojos sobre la piel oscura contrastando con la toalla blanca!”.

Quedé muy impresionado con la descripción de comentarista de arte del segundo médico, un hombre canoso, alto, con guardapolvo y zapatos impecables.

Me recosté sobre el camastro. El sol daba a pleno sobre mi cabeza que empezó a ser manipulada por los galenos como si fuera un globo terráqueo.

“Fíjese acá doctor” dijo el médico más joven.

“Ajá, ajá... y ahora mire aquí... aquí, ¿ve?”

Empecé a imaginar una brutal expansión de liendres subcutáneas. Mi cabeza era un campo minado.

“Y aquí y aquí...” decía uno apoyándome la yema del dedo sobre el cuero cabelludo.

“Discúlpenme, porque yo no tendría que meterme porque no soy médica”, dijo la gerente incorporándose a la junta, “pero acá y acá también...”

Fijaban la atención sobre mi mollera, pero también sobre otros puntos de mi cabeza como por ejemplo la base del cráneo y la zona de las orejas.

A propósito de las orejas, un pensamiento me heló la sangre, hecho que no me vino del todo mal considerando que me estaba derritiendo expuesto al sol de una mañana espléndida. El pensamiento era el siguiente: el oído era un sitio de acceso perfecto para el piojo porque allí se habría encontrado con el agujero hecho.

En otro orden, moría por saber a qué se referían con el aquí y aquí y con el acá y acá. Fue una suerte que los médicos tomaran de nuevo la palabra porque hubiera sido una auténtica pena morirme.

Luego de pedirme permiso para deliberar, los profesionales se alejaron por un instante. Envueltos en los guardapolvos, sus siluetas no guardaban relación con el paisaje de verde y sierras que bordeaba el hotel. Era evidente que polemizaban sobre alguna cuestión porque en un momento determinado el médico más elegante tomó por las solapas al más joven alzándolo hasta que estuvieron nariz contra nariz.

“Tengo que estar tranquilo” dije como un postre helado al sol. Porque no se olviden que el sol era impiadoso pero mi sangre continuaba helada.

La gerente en persona fue por ellos. Los reprendió de manera maternal. Pude escuchar claramente cuando les decía “eso no se hace, eso nnno se hace”. Los dos miraban al piso muy compungidos. Luego se acercaron:

“Veamos si nos puede sacar de la duda porque con el doctor no nos ponemos de acuerdo. Diganos, usted, ¿con qué se afeita?”

Esperaba esa pregunta o cualquier otra del mismo tenor razón por la cual no demostré sorpresa. Cuando me siento seguro de mí mismo no hay pregunta que me haga titubear de manera que al momento repliqué:

“¿Cómo dijo?”

“Que queríamos saber con qué se afeita, porque tiene algunas zonas de la cabeza con la piel muy irritada. El doctor dice que usted usa máquina eléctrica y yo digo que usted usa hojita de afeitar. De todos modos, ya sea con máquina de afeitar o con hojita es evidente que la afeitada no es buena porque le quedan un montón de pelitos que le dan una mala terminación a...”

“Uso hojita de afeitar...” contesté lapidario y dando por descontado que impresionaría sobremanera con mi seguridad.

Por el parque que bordeaba la pileta, se paseaba un abuelo centenario en compañía del nieto. El viejo vacilaba a cada paso tanteando con sus pies el mejor sitio para caerse muerto. Iba conectado, a través de una sonda que desaparecía en su antebrazo, a una bolsita con suero que estaba precisamente en manos del niño. El pequeño manipulaba el blando recipiente como si se tratara de un control remoto. Al pasar frente a nosotros dijo precisamente eso: “miren, tengo un abuelo a control remoto”. Dos generaciones que nos mostraban la permanente involución humana.

“... ¿por?”

Me veo en la obligación de recordar que este “por” es el final de las palabras que yo había pronunciado párrafos atrás, frente a la pregunta de los médicos. Recapitulemos:

“Uso hojita de afeitar... ¿por?”

“Mire, yo le recomiento la Match tres” dijo el médico de más experiencia.

“Y si quiere la posta” agregó el más joven, “no use cremas de afeitar ni nada de esas porquerías, póngase crema de ordeñe. Le deja la cara como una porcelana”.

“Crema de ordeñe… ¿de alguna marca en especial?”

“No... de ninguna marca en especial... cualquiera es buena”.

A nuestra derecha el viejito había tropezado y el nieto caminaba despreocupado sobre su espalda.

“Bueno señor Guglielminpietro, en otro orden de cosas tenemos que decirle que la liendre subcutánea no está más”. Los tres se pusieron a aplaudir.

“Vamos a extenderle el certificado que lo autoriza...” dijo la gerente buscando un papel que no encontraba. Entonces hizo un doblez en la hoja amarilla manchada de café y recortó un pedacito. Allí escribió con impecable letra cursiva: “Se autoriza al portador de la presente para el libre acceso a la pileta de este establecimiento como así también para el de otras piletas que puedan construírse en lo futuro”.

Tomé el papel, saludé a los médicos y a la gerente estrechándoles la mano y me fui corriendo hasta el comedor. Quería llegar a tiempo para festejar con Silvina y las nenas.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 18

EL ALFEIZAR DE MI VENTANA

Esa noche decidí no cenar. El disgusto por el piojo subcutáneo me había quitado el apetito. Por otro lado, no podía aparecerme en el comedor con ese olor a kerosén en la cabeza.

“¡Papi, no sabés... todos te mandan saludos!” dijeron las nenas.

“¡Hasta “Pechitos” te mandó saludos! ¡Ah! ¿Y sabés qué?, ponete contento, el padre, que tiene así… poco pelo como vos, me contó que una vez le pasó lo mismo veraneando en Mendoza y que con el querosén se te pasa en una noche… Así que mañana desayunamos y aprovechamos la pileta todo el día”.

Juli se acerca a abrazarme.

“¡Papi, qué olor!”

Hago de cuenta que no oí nada y me quedo con el gesto de su abrazo.

Sofi, en cambio, me mira fijo con sus grandes ojos negros desde la otra punta de la habitación. Es muy aprensiva y teme contagiarse de mi liendre subcutánea. Me acerco a darle un beso pero ella sale corriendo al baño para pegarse una ducha.

Como todas las noches, les pedimos a las nenas que, antes de dormirse, se acerquen a nuestro cuarto para darnos un beso.

Desde su habitación nos dicen que no nos ofendamos pero que están muy cansadas y que mañana sin falta nos darán el beso que les pedimos.

Apago la luz. Silvina está dormida en el borde de la cama como quien se asoma a un precipicio de doscientos metros, de cuyo fondo brotan serpientes gigantescas y lenguas de fuego pero sin olor a querosén.

De este día complejo en el que he vivido experiencias de todo tipo, decido rescatar este preciso momento de relax en medio de la habitación silenciosa. No tengo quejas sobre este particular. Comodidad y silencio. Uno no pide grandes cosas. Hasta el apagado arrullo de la paloma en el alféizar de mi ventana parece un detalle previsto por el hotel para facilitar mi entrega a un sueño placentero y reparador.

Estoy por cerrar los ojos cuando advierto que al arrullo original se le ha incorporado otro, un poco más subido de tono. Quiero decir, que me parece que un palomo ha decidido cortejar a nuestra, hace breves instantes, solitaria paloma.

Fantaseo por un momento sin llegar a excitarme. Un revoloteo presagia que las aves emprenderán vuelo de manera inminente.

Pero los presagios no siempre se cumplen.

A los gorjeos originales, se le van sumando otros, cada vez más subidos de tono. Está claro que nuevas palomas quieren incorporarse a la fiesta aprovechando el anonimato de la noche. Las aves revolotean y revolotean. Voy comprendiendo que pese a los miles de kilómetros cuadrados llenos de árboles que circundan el hotel, ellas han elegido pasar la noche en el alféizar de mi ventana. Porque allí se sienten cómodas y resguardadas.

Comienzo a preguntarme si esta situación se sostendrá por mucho tiempo más. Por mi cerebro atosigado de kerosén circulan las primeras estrategias a seguir. Como primera medida, me fijo como objetivo mantener la calma.

“Mantén la calma” ordena mi mente empleando, por motivos que desconozco, un lenguaje de estilo centroamericano.

Cuando estoy tranquilo soy otra clase de tipo. La serenidad me permite ser objetivo y no confundir las cosas. A la luz de esa objetividad, tengo que reconocer que yo siempre odié a las palomas. Es un bicho de color deprimente, con ojos siempre sorprendidos de vaya a saber qué, no emite un canto o un trino y sus excrementos de concreto me han arruinado innumerables veces la pintura del auto.

De chico una de las cosas que más amaba era la disección de estas aves que llevábamos a cabo, sin necesidad de rendir cuentas, en el laboratorio de biología del colegio. Pero no quiero irme por las ramas. Dije que cuando estoy tranquilo soy otra persona de modo que trato de no trasladarles a estas palomas que, hoy por hoy, gorjean en el alféizar, mis sentimientos contaminados. Porque tenés que comprender, digo tuteándome, que estas son otras palomas, estas son palomas cordobesas.

A todo esto ya podía afirmarse sin exageraraciones, que el ruido de las aves en la ventana comenzaba a traspasar los límites tolerables para ir transformándose de a poco en un verdadero quilombo de arrullos y aleteos.

Eso que estaba sucediendo afuera ya no era un cortejo sino una verdadera bacanal colombófila. Era indudable que las aves habían perdido la vergüenza y la mínima compostura.

Me incorporé en la cama y comencé a levantar de manera imperceptible la cortina de enrollar. Podía ver las patitas grises cambiando incesamente de lugar. Subí otro poco la cortina. Eran cientos de patitas grises cuyas propietarias ahora guardaban un silencio expectante. Imaginaba sus estúpidos ojos tratando de descifrar mi silueta del otro lado de la ventana.

Entretanto, Silvina habla en sueños ignorando por completo la situación. En la penumbra puedo ver que con su mano izquierda sigue haciendo el movimiento de exterminio de las liendres subcutáneas.

Levanto más la cortina cuando descubro que, entre las siluetas de cientos de palomas, se recorta sobre un costado la figura de un ave de porte mucho mayor, a juzgar por la sombra que proyectaba su cabeza sobre el vidrio esmerilado de la ventana. No digo que diera para hablar de un cóndor, pero muy bien podía tratarse de un aguilucho.

Ahora más que nunca debía reflexionar. Tenía que reconsiderar mi idea originaria de abrir la ventana bruscamente y sacudir el amasijo de palomas con el toallón del baño. Era indudable que cinco o seis de ellas caerían como moscas. Pero la presencia del aguilucho modificaba el estado de la situación.

Sólo había que dejar que el tiempo pasara. Eso resultaba ser el plan más atinado.

Aguardé la llegada del amanecer con tanto afán que terminé durmiéndome.

Al despertarme, Silvina estaba sentada a mi lado. Me ofrecía un mate bien calentito.

“¿Cómo dormiste Patito?” preguntó maternal.

Antes de que le contestara nada, se dirigió a la ventana de la habitación.

“¡Esto es el cagadero municipal de palomas! ¡Miren lo que es esto!”

La pobre no sabía que no se trataba solamente de palomas. Tenía que abrirle un poco los ojos pero entonces ella dijo:

“Chicas, acá está el flotador de Snoopy que ayer jodieron todo el día preguntando dónde estaba. ¿Quién lo colgó afuera de la ventana?”

Las nenas, a duo, deslindaron todo tipo de responsabilidad en el hecho.

“¿Entonces fuiste vos Pato?”

Mantuve un silencio defensivo pero la conclusión implacable de Silvina estaba al caer...

“Pato... ¡fuiste vos!”