LA VISITA A LA CASA DE MANUCHO
“Se me ocurre una idea: ¿y si hacemos la salida a la casa de Mujica Láinez?” digo con un entusiasmo de niño.
Mi propuesta sólo entusiasma a Silvina.
Las nenas reaccionan de la siguiente manera:
“Papi, no quieras cambiar de tema. Por tu culpa no pudimos ir a la pileta. ¡Cada vez que te afeitás tardás un montón! ¡Después nos decís a nosotras que tardamos en el baño!”
La argumentación de Juli es completamente irrefutable. Empleando una estrategia de distracción digo:
“Y en el camino compramos tortas fritas y las vamos comiendo con mate...” elevando la apuesta.
Pero las nenas no se muestran entusiasmadas. Dos hermanas haciendo causa común ya son un gremio.
“Y a la vuelta pasamos por los jueguitos electrónicos...” remato. Luego de un instante de silencio, Juli y Sofi cruzan las miradas y esbozan la primera sonrisa.
Ahora ya sé que sólo es cuestión de tiempo. Son dos criaturas encantadoras. Pero, por sobre todas las cosas, son argentinas hasta la médula.
“Bueno, está bien, vamos a la casa de Mujica Lainez” dice Sofi en su carácter de secretaria general del gremio de las hermanas.
Es una tarde de lluvia como para dormirse una siesta monumental pero al menos he podido zafar de la situación.
Bien afeitado, con la remera azul francia y mi bermuda de color crudo, sin manchas por ahora, me siento un ganador.
“No creo que te convenga llevar el gorrito ni el flotador” sugiere Silvina. Está en todos los detalles, es verdad.
Me desprendo del flotador pero como para demostrar que no soy de aquellos que se dejan llevar por las narices, me dejo puesto el gorrito de Aguas Verdes.
No hacemos más de dos metros con el auto cuando comienzan a reclamarme por las tortas fritas. Contra todo lo esperado, Silvina se suma a la protesta. Estamos todos muertos de hambre en realidad.
Bajo en una panadería de Cruz Chica y compro dos paquetes.
“Es una exageración”, dice Silvina. Le explico que los niños tienen un concepto muy distinto al nuestro acerca de la palabra exageración.
No me equivoco. Media hora después, al llegar a la casa de Manucho Mujica Láinez, no quedan ni migas de las dos docenas de tortas fritas.
Una mujer nos explica que para la visita a la casa se arman pequeños contingentes cada media hora.
“De todas maneras, si no quieren esperar, pueden hacer una cosa: incorpórense al grupo que está terminando la recorrida y después hacen la visita completa, desde el comienzo, con el próximo contingente.”
Estamos de acuerdo. Nos conduce hacia el grupo que forma una ronda en torno a la guía, a quien la mujer que nos vendió las entradas le señala que, concluído la última parte del recorrido por la casa del escritor, nosotros tendremos derecho a permanecer en el lugar para hacer la visita desde su punto inicial.
“Lástima que así ya conocemos el final...”
No digo que la ocurrencia haya sido genial pero por razones que desconozco, no lo festejó absolutamente nadie. Es más, creo que el grupo al que por suerte dejaríamos de pertenecer en cuestión de instantes, se quedó mirándome en un estado de completa confusión.
Ese no fue el caso de mi familia. Tanto Silvina como las nenas rieron con mi ocurrencia. Punto a favor para mis adoradas palomas.
El último tramo de la visita guiada transcurría en un amplio salón donde colgaban cuadros de los antepasados del literato
“Este era el salón donde el escritor hacía sus fiestas. Una vez al año Manucho convocaba a sus amistades y hacía un baile de disfraces. Le encantaba disfrazarse, fíjense en esa pared... tenemos el traje de arlequín, que era uno de sus preferidos…”
“…Y ese es el retrato de la esposa del escritor. El siempre decía que tenía dos mujeres preferidas: una era su madre y la otra era su esposa... su esposa...” La guía estaba en medio de una laguna de la cual la rescaté de inmediato.
“Ana de Alvear...” exclamé.
Silvina y las nenas rieron de la misma manera que cuando hice el chiste de que ya conocíamos el final. El grupo en general y la guía en particular, se las quedan mirando. Bueno. Está bien, es una pequeña desventaja, pero no hay que olvidarse de que ellas festejan todo lo que digo y eso, la mayoría de las veces, es muy lindo.
Atravesamos un corredor y llegamos a la gran recepción de “El Paraíso”, que así se llama la casa del escritor. En ese lugar hay un pequeño recoveco donde, casi inadvertido entre una cerámica colonial de singular belleza, yace incrustado un azulejo con la figura de un hombrecito. Es “el hombrecito del azulejo”, personaje del cuento del mismo nombre.
A título de despedida, la guía lee un párrafo del libro “La Casa”. En medio de un aplauso cerrado, queda en pie la invitación para una próxima visita.
El nuevo grupo queda integrado por mi familia junto a tres parejas más.
En rigor de verdad para Silvina y para mí esta no es la primera visita a la casa de Manucho. De todos modos es muy agradable venir porque lo que van cambiando son los guías y uno se puede enterar siempre de algo nuevo.
Pero un elemento permanece invariable: siempre se refiere a los visitantes la leyenda de una presencia misteriosa en la casa y sus confines. Parece ser un fantasma que no sería otro que el de uno de los exdueños. Su permanencia en la casa se explica porque, en su momento el hombre se vio obligado, contra su voluntad, a vender la propiedad.
La guía de este año dice, refiriéndose otra vez a los fantasmas, que inclusive con un aparato cuyo nombre no recuerdo pero que podríamos llamar fantasmómetro, han constatado vibraciones en diferentes puntos de la casa, pero sobretodo en los cuartos de arriba.
“El tipo y frecuencia de las vibraciones se corresponden con los de la presencia de una persona”.
Por supuesto, a partir de ese dato nadie presta atención a las otras explicaciones de la guía y todo el mundo empieza a mirar hacia la escalera de madera que conduce al piso superior.
“Algunos visitantes han podido ver la presencia del fantasma y las descripciones son muy coincidentes en cuanto a los detalles de su rostro” agrega la guía.
Es subiendo las escaleras cuando comienzo a constatar que las tortas fritas, en la forma y cantidad que las he comido, fueron demasiado para mi estómago ronroneante.
“Esta es la biblioteca de Manucho. A la derecha pueden ver su correspondencia. Está ordenada alfabéticamente. Esa es su máquina de escribir. En la vitrina que está aquí en el centro pueden ver...” La guía se detuvo. “¿Oyeron eso?” preguntó con ojos misteriosos.
Excepto una señora que llevaba audífono, la mayoría contestó que no.
“Manucho acostumbraba firmar los ejemplares con esta hermosa lapicera...”
“¡Yo se la vi!” interrumpió una señora. Supongo que se referiría a la lapicera.
“... Mont Blanc” concluyó la guía.
“¿Oyeron eso?” dijo deteniéndose en seco la jovencita que empezaba a conducirnos al dormitorio del escritor.
“Ahora sí” dijo una pareja.
“Nosotros también” dijo otra, creo que para no ser menos.
Las tortas fritas empezaban a sembrar la semilla de una verdadera revolución en mi estómago. El ronroneo era tan fuerte que atiné a mitigarlo poniéndome a cantar. Tarareaba viejos éxitos de los años sesenta. Entre ellos, “El Camaleón”, un viejo hit del Club del Clan.
“A un costado de la cama pueden ver los libros que Manucho consultaba en el momento de su muerte”. Se hizo un silencio respetuoso que interrumpí con la estrofa de “El camaleón” que reza:
Mucho me querías
Y conmigo estabas
Yo me daba vuelta
Y tú me engañabas
“Perdón, no lo tome a mal, pero voy a pedirle que no cante más por una cuestión de respeto al lugar donde estamos”.
El lugar donde estabamos era, como dije antes, el dormitorio donde precisamente el escritor falleció.
Tragué saliva. Eso pareció ser la mecha que encendió el polvorín en mi estómago. Me aparté unos cinco metros del grupo con la excusa de asomarme al ventanal del dormitorio.
“¿Oyeron ahora?” preguntó la guía.
“Ahora sí” contestaron todos sin excepción, incluídas Silvina y las nenas por supuesto.
Mi estómago era un león con ayuno de cinco días frente al cual se balanceaba un simpático monito.
“Bueno, si todos escucharon, se darán cuenta que lo del fantasma no es un invento”.
Para distraer mi cabeza comencé a hacer algunos cálculos abstractos y gratuitos. Por ejemplo: a razón de dos litros por torta frita, yo había consumido doce litros de aceite. Porque enseguida Silvina me dijo que le resultaron ricas pero que a su parecer tenían demasiado aceite. No lo noté en ese momento. Ahora ya era muy tarde. Como toda revolución, la de mi estómago se había desatado con consecuencias imprevisibles.
“¿Esos son truenos?” se preguntaban los visitantes mientras desaparecían escaleras abajo al darse por concluída la visita.
Desde la planta baja, Silvina, las nenas y la guía me pedían que bajara de una vez.
“Fantasmas, truenos y misterio” le decía mi esposa a la guía.
“Realmente hoy fue impresionante”, repuso la mujer, “te juro que de todas las oportunidades en que me tocó estar en esta casa, ¡esta vez fue impresionante! ¡Estaba el fantasma ahí… se lo podía oír perfectamente!”
“Es verdad” dijeron Sofi y Juli.
“A nosotros nos habían hablado de la presencia del fantasma… porque te advierto que nosotros” agregó con orgullo Silvina “ya hicimos esta visita en otras oportunidades. Pero a mí me pasó como a vos: hoy lo sentí todo el tiempo. Cuando estábamos arriba fue increíble...”
“Sí, arriba fue increíble”, dijo la guía.
Las dos miraron en dirección a la escalera.
“¡M…, M…, vamos, bajá de una vez!” me reclamaba Silvina.
“¡Señor, señor… disculpe pero el tiempo de su visita ya se agotó!”, agregó la guía.
Mi esposa y las nenas permanecieron un rato más en la casa observando en una vitrina algunos bocetos en lápiz hechos por el escritor amén de efectos personales entre los cuales se destacaban su sombrero, su legendaria lapicera Mont Blanc y unos anillos de piedras engarzadas con forma de escarabajo. Al salir de “El Paraíso”, Silvina y mis hijas me preguntaron qué hacía caminando a paso vivo alrededor del auto.
En el camino de regreso, las tres mostraban cierta preocupación: parece que el fantasma se había encariñado con nosotros.
“¿Vos no sentiste nada Pato?” me preguntó Silvina. “Yo sobretodo cuando estábamos arriba sentí una cosa acá en el pecho, como un calor... ¿Vos no sentiste nada?”
La diferencia entre la persona esotérica que es Silvina y el hombre llano que soy yo radica en la jerarquía de los órganos donde percibimos las cosas.