MUSEO ROCSEN
Es increíble lo diferente que viven las cosas los chicos. Tanto para Sofía como para Julieta, todas estas idas y vueltas son fantásticas. Cambios de hotel, cambio de amiguitos, cambio de comidas, traslado de valijas y bolsos de aquí para allá. Lo que a nosotros nos está destruyendo a ellas les resulta encantador, les parece una aventura.
La visita al Museo Rocsen nos vino de perillas porque salimos por fin del hotel y pudimos ventilarnos un poco. Además, así aprovechábamos el día.
Si bien las nenas insistieron con la salida hasta el hartazgo, l
a visita al museo valió la pena. Uno puede encontrar allí las cosas más insólitas, desde una bicicleta de madera hasta una cabeza reducida por los jíbaros. En cambio, se le puede criticar al lugar la falta de espacio para una exhibición más cómoda de los objetos y una carencia absoluta de sitios para tomar, aunque más no sea, un breve descanso.
Pero, como dije, salimos del museo de lo más chochos con ganas inclusive de hacer una segunda visita.
Al poner en marcha el auto y girar el volante, sentí que la dirección estaba un poquito pesada. Capaz que era una impresión. Además el camino era de ripio así que…
Así que nada. A los veinte minutos de viaje, me detengo para comprobar que la goma delantera derecha está en llanta.
“Van a tener que bajarse porque pinchamos una goma”.
Primero baja Silvina y luego las nenas que de inmediato se ponen a corretear alrededor del auto con una energía y un humor inexplicables. Observándolas, llego a la conclusión de que para los chicos cualquier cambio es bueno, inclusive un cambio de neumáticos.
A mi edad ya no vivo las cosas de la misma manera que ellas. Tengo que sacar los bolsos del baúl del auto, poner el crique, ensuciarme de polvo y de grasa. En fin, que me voy poniendo de mal humor. Y entre otras cosas, ¿por qué tengo que hacer todo yo?
“Mientras levanto el auto, ¿pueden ocuparse de sacar la goma de auxilio?” digo empapado en sudor mientras pienso que en estas situaciones las mujeres jamás hacen nada. En realidad no es sólo frente a estas situaciones: jamás te lavan el auto, no se ocupan de si tiene aceite o agua, no saben si vence el seguro, no saben dónde está el crique ni dónde carajos colocarlo. Eso sí, apoyan el culito y lo usan. Van de allá para acá pim pumba y del auto que se ocupe Montoto.
“¿Te ayudo Pato?” dice Silvina.
“No no, dejá, me arreglo solo”. Chorreo un sudor que se mezcla con una tierra colorada como la de Misiones. Al quitar el neumático pinchado me voy para atrás. La goma cae encima de mí manchándome la bermuda nueva de color crudo. Silvina no dice nada porque me conoce y sabe que estoy a punto de estallar.
Las nenas, que dan vueltas alrededor del auto, se detienen al verme en el suelo y con la goma encima.
“Te manchaste pa’, te manchaste de vuelta. Mami, papá se manchó de vuelta” dice muy contenta Juli.
“Bueno, sí, me manché de vuelta, ¿por qué no se ponen ustedes a cambiar la goma carajo, qué se creen que es soplar y hacer botellas? ¿Por qué en lugar de venir a decir boludeces no se van a corretear, eh?”
Las nenas van de aquí para allá. Persiguen mariposas. Ríen. Cantan. Cantan “me co mentaron que é sachica...” Al rato están de vuelta y se quedan paradas a mi lado, como si para cambiar una goma uno necesitara testigos.
“Papi, una cosita...”
“Ni una cosita ni dos cositas ni veinte cositas. ¿Por qué no me dejan de joder?”
“Dejá Juli, no ves que está reenojado”, dice Sofía.
Agarro la goma de auxilio después de luchar con el terreno blando que no me permite afirmar el crique. Silvina, por supuesto, mira. ¿Te puedo ayudar?, dice. ¿Se puede saber en qué puede ayudar una mujer? Si, mirá, sosteneme un poco el auto en el aire así no tengo necesidad de poner el crique, dale.
Ajusto el último tornillo. Mi remera es una sopa. Se me empaña el vidrio de los anteojos cuando las nenas aparecen de vuelta.
“Papi, no te enojes pero...”
“¡Pero nada carajo!” digo mientras le doy con furia a la manivela del crique para bajar el auto. Silvina se queda mirando la rueda recién cambiada. Mirando, sólo mirando por supuesto, mientras yo cargo la goma pinchada, guardo el crique, acomodo los bolsos.
“Súbanse, vamos”.
Las nenas se acomodan en el asiento trasero. A mi derecha, Silvina amaga decirme algo pero prefiere mantenerse en un cauto silencio.
Hacemos unos doscientos metros. La dirección del auto está más pesada que antes. Me bajo. Voy hacia la rueda delantera derecha. Después me arrodillo delante de la trompa del auto. Las luces enfocan mi cara empapada en transpiración y manchada con tierra y grasa.
Dentro del auto puedo escuchar la risa de Silvina.
Las nenas bajan las ventanillas, se asoman, y dicen:
“Ves, papi, esa era la cosa que te queríamos decir, que nos parecía que la goma de auxilio también estaba desinflada”.