sábado, 14 de febrero de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capitulo 8


MUSEO ROCSEN

Es increíble lo diferente que viven las cosas los chicos. Tanto para Sofía como para Julieta, todas estas idas y vueltas son fantásticas. Cambios de hotel, cambio de amiguitos, cambio de comidas, traslado de valijas y bolsos de aquí para allá. Lo que a nosotros nos está destruyendo a ellas les resulta encantador, les parece una aventura.

La visita al Museo Rocsen nos vino de perillas porque salimos por fin del hotel y pudimos ventilarnos un poco. Además, así aprovechábamos el día.

Si bien las nenas insistieron con la salida hasta el hartazgo, l

a visita al museo valió la pena. Uno puede encontrar allí las cosas más insólitas, desde una bicicleta de madera hasta una cabeza reducida por los jíbaros. En cambio, se le puede criticar al lugar la falta de espacio para una exhibición más cómoda de los objetos y una carencia absoluta de sitios para tomar, aunque más no sea, un breve descanso.

Pero, como dije, salimos del museo de lo más chochos con ganas inclusive de hacer una segunda visita.

Al poner en marcha el auto y girar el volante, sentí que la dirección estaba un poquito pesada. Capaz que era una impresión. Además el camino era de ripio así que…

Así que nada. A los veinte minutos de viaje, me detengo para comprobar que la goma delantera derecha está en llanta.

“Van a tener que bajarse porque pinchamos una goma”.

Primero baja Silvina y luego las nenas que de inmediato se ponen a corretear alrededor del auto con una energía y un humor inexplicables. Observándolas, llego a la conclusión de que para los chicos cualquier cambio es bueno, inclusive un cambio de neumáticos.

A mi edad ya no vivo las cosas de la misma manera que ellas. Tengo que sacar los bolsos del baúl del auto, poner el crique, ensuciarme de polvo y de grasa. En fin, que me voy poniendo de mal humor. Y entre otras cosas, ¿por qué tengo que hacer todo yo?

“Mientras levanto el auto, ¿pueden ocuparse de sacar la goma de auxilio?” digo empapado en sudor mientras pienso que en estas situaciones las mujeres jamás hacen nada. En realidad no es sólo frente a estas situaciones: jamás te lavan el auto, no se ocupan de si tiene aceite o agua, no saben si vence el seguro, no saben dónde está el crique ni dónde carajos colocarlo. Eso sí, apoyan el culito y lo usan. Van de allá para acá pim pumba y del auto que se ocupe Montoto.

“¿Te ayudo Pato?” dice Silvina.

“No no, dejá, me arreglo solo”. Chorreo un sudor que se mezcla con una tierra colorada como la de Misiones. Al quitar el neumático pinchado me voy para atrás. La goma cae encima de mí manchándome la bermuda nueva de color crudo. Silvina no dice nada porque me conoce y sabe que estoy a punto de estallar.

Las nenas, que dan vueltas alrededor del auto, se detienen al verme en el suelo y con la goma encima.

“Te manchaste pa’, te manchaste de vuelta. Mami, papá se manchó de vuelta” dice muy contenta Juli.

“Bueno, sí, me manché de vuelta, ¿por qué no se ponen ustedes a cambiar la goma carajo, qué se creen que es soplar y hacer botellas? ¿Por qué en lugar de venir a decir boludeces no se van a corretear, eh?”

Las nenas van de aquí para allá. Persiguen mariposas. Ríen. Cantan. Cantan “me co mentaron que é sachica...” Al rato están de vuelta y se quedan paradas a mi lado, como si para cambiar una goma uno necesitara testigos.

“Papi, una cosita...”

“Ni una cosita ni dos cositas ni veinte cositas. ¿Por qué no me dejan de joder?”

“Dejá Juli, no ves que está reenojado”, dice Sofía.

Agarro la goma de auxilio después de luchar con el terreno blando que no me permite afirmar el crique. Silvina, por supuesto, mira. ¿Te puedo ayudar?, dice. ¿Se puede saber en qué puede ayudar una mujer? Si, mirá, sosteneme un poco el auto en el aire así no tengo necesidad de poner el crique, dale.

Ajusto el último tornillo. Mi remera es una sopa. Se me empaña el vidrio de los anteojos cuando las nenas aparecen de vuelta.

“Papi, no te enojes pero...”

“¡Pero nada carajo!” digo mientras le doy con furia a la manivela del crique para bajar el auto. Silvina se queda mirando la rueda recién cambiada. Mirando, sólo mirando por supuesto, mientras yo cargo la goma pinchada, guardo el crique, acomodo los bolsos.

“Súbanse, vamos”.

Las nenas se acomodan en el asiento trasero. A mi derecha, Silvina amaga decirme algo pero prefiere mantenerse en un cauto silencio.

Hacemos unos doscientos metros. La dirección del auto está más pesada que antes. Me bajo. Voy hacia la rueda delantera derecha. Después me arrodillo delante de la trompa del auto. Las luces enfocan mi cara empapada en transpiración y manchada con tierra y grasa.

Dentro del auto puedo escuchar la risa de Silvina.

Las nenas bajan las ventanillas, se asoman, y dicen:

“Ves, papi, esa era la cosa que te queríamos decir, que nos parecía que la goma de auxilio también estaba desinflada”.

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 7


ME CO-MENTARON QUE-E SACHICA

Para conocer nuestra nueva habitación, tengo que subir un piso por las escaleras.

Al entrar, me reciben los ojos de Silvina mirándome fijo a través de un agujero del toallón de baño.

Las nenas juegan en la habitación contigua arrojándose las almohadas.

Silvina y yo nos recostamos un ratito después del desayuno mientras las nenas bajan a jugar a un pequeño jardín contiguo al comedor.

Parece mentira pero hay un silencio absoluto. Es verdad que la mayoría de la gente ya debe estar en la pileta o de excursión pero tengo que reconocer que no escucho ningún motor, ningún ruido que perturbe el descanso. Silvina está de acuerdo conmigo. Los dos estamos de lo más relajados. Nos quedamos dormidos.

Me despierta Silvina.

“¿Qué será ese olor?” dice.

Nos asomamos por la ventana de nuestra flamante habitación, que da a la calle. Enseguida comprobamos que el olor no proviene de allí. El cuarto tiene otra ventana más pequeña en la pared opuesta. Si uno se asoma puede ver un techo de paneles de vidrio a través del cual pueden verse, prolijamente tendidas, algunas de las mesas del comedor del hotel.

“De acá tampoco puede ser”. La conozco a Silvina. Ella no quiere creer que el olor, que ese olor penetrante, tenga su origen en la cocina del hotel.

“¿Escuchás eso?” le pregunto.

“¿Qué cosa?”

“¿Esa música, ese chingui chingui?”

“Te pusiste pálido mi amor, ¿te pasa algo?”

Por la ventana se filtraban como un veneno los acordes invariables y el ritmo depredador de la música tropical.

“Prestá atención, prestá atención a la letra... ¿escuchás lo que dice la letra?” le digo a Silvina mientras todo me da vueltas. Mi esposa no alcanza a descifrar toda la letra. Mientras tanto yo prefiero pensar que escuché mal. De todos modos, odio a esa gente que pone la música a todo lo que da. Porque está claro que la música, por llamarla de alguna manera, provenía de la habitación de alguno de los huéspedes del hotel El caso típico del que pone la radio a todo volumen sin importarle nada del prójimo.

“Yo me voy a hablar ya mismo con el dueño del hotel”.

“Esperá, esperemos un poco” aconseja Silvina, “recién llegamos y nos van a tomar idea. Almorcemos tranquilos que a lo mejor entre que nos cambiamos, me arreglo un poco y llamo a las nenas, por ahí ya apagaron la música”.

Decido hacerle caso a Silvina pese a que por el momento persisten el olor y el chingui chingui.

Silvina me pide unos minutos para maquillarse un poco antes de bajar al comedor cuando se abre la puerta de la habitación.

“Nos vinimos porque abajo no se puede estar” dicen casi a dúo Sofía y Julieta.

“Bueno” les explico, “esto no es como estar en la casa propia donde uno hace lo que quiere y cuando quiere. Estamos en un hotel y en los hoteles hay gente descansando porque nadie tiene la obligación de estar siempre en la pileta o subiendo un cerro, ¿entienden? La gente se toma vacaciones para des-can-sar. Entonces ustedes tienen que pensar eso. Por eso los hoteles tienen sus horarios y sus reglamentos. Si ustedes están correteando saltando y gritando por los pasillos, no está mal que les llamen la atención y que les digan que abajo no se puede estar.”

Toma la palabra Julieta, mi hija menor. Una pequeña actriz que subraya cada palabra con un gesto de su rostro o de sus manos:

“Abajo no se puede estar por el olor que hay”.

A Silvina, que se pinta frente al espejo, se le corre el lápiz labial y le quedan las dos paletas pintadas de rojo.

“Este es un momento para que estemos juntos” digo tratando de abrazar a mis tres mujeres. Se me da por rezar una pequeña oración cuando advierto que no soy creyente y que sólo recuerdo una parte del padrenuestro antiguo. A cambio, digo el preámbulo de la Constitución, completo y sin errores.

“Vamos a almorzar y después nos hacemos la salida al Museo Rocsen, ¿dale?”

“¡Daaale!” contestan mis tres mujeres de lo más entusiasmadas.

El comedor del hotel, con su techo de vidrio, es pequeño y encantador. Desde nuestra mesa puede verse parte del jardín donde, por la mañana, habían jugado las nenas. Es un día de sol y el cielo azul está completamente despejado. La humedad es del treinta por ciento y sopla viento norte a doce kilómetros por hora. La presión es de mil dieciséis milibares.

Sin embargo no somos felices. Dos cosas empañan nuestra alegría. La música y el olor. Los dos obstáculos de nuestra felicidad provienen del comedor. De la cocina anexa al comedor, para ser más preciso. Por esa puerta apenas entreabierta se filtran el chingui chingui tropical y el olor rancio que terminó invadiendo nuestra habitación.

Llamo al mozo. Es un muchacho jovencito con la cara rígida como una máscara. Al hablar, igual que las marionetas, sólo mueve el labio inferior.

“Escúcheme” le digo tratando de interponer una distancia insalvable, “¿no podrían bajar un poquito la música?”

No estaría de más transcribir el estribillo del tema que atronaba en el comedor. Decía exactamente así:

“Hacé meunpete hacé meunpete

Porqués tanoche quieró gozar

Me có mentaron queé sachica

Hacéu nospetes espectacul lárrr”

Los acentos fueron agregados para favorecer la comprensión de la idea rítmica.

“Qué, ¿no te gusta la movida tropical?”, dijo el mozo recorriendo en jet la distancia insalvable que yo creí haber interpuesto con el “usted”.

“Nnno, no es que no me guste... es que está muy alto el volumen”. El mozo de la máscara de hierro se quedó un instante en silencio.

“Voy a ver qué se puede hacer”, dijo.

“No, perdón perdón... cómo qué se puede hacer”, agregué desafiante remarcando el qué.

“Claro, voy a ver qué se puede hacer” dijo mejorando la articulación y tomándome por sordo además de estúpido. Luego desapareció dirigiéndose a la cocina.

Sin perjuicio del volumen altísimo, el tema del pete se repetía una y otra vez. Como el tiempo pasaba y no nos traían la comida, intuí que de un momento a otro las nenas harían la pregunta. No me equivoqué:

“¿Qué es un pete, papi?”

Quise cortar con urgencia un trozo de pan. Como no pude, me introduje una flautita casi entera en la boca pero en sentido transversal. Las puntas atascadas sobresalían en los cachetes de mis mejillas.

“Un pete es lo que usan los bebés” dijo Silvina en la emergencia. “Cuando ustedes eran chiquititas, también usaron pete. Chupete. Pete.”

Las nenas se miraron. No habían dado por terminado el asunto.

“Sí, pero la letra dice que hace unos petes, no que usa pete”. Julieta probablemente se dedique en un futuro mediato a la investigación.

“En realidad vos sí usaste chupete. Sofi no. Sofi ¿sabés qué hacía? Se metía el dedito pulgar y con la otra manito sujetaba un pañuelo. Y así andaba por toda la casa. Ja, ja, ja.” La risa de Silvina sonó tristemente fingida.

“Pero… ¿qué quiere decir que hace unos petes?” dijo Sofi no demasiado conmovida por la evocación de su mamá.

“Juli sí que usó chupete, ¿te acordás Pato que tiró como tres por la ventanilla del auto? Era tan gracioso. Ibas en el auto de lo más tranquilita y de repente ¡pum, te sacabas el chupete y lo tirabas, ja, ja, ja!”.

“¡Ja, ja, ja, sí… ibas en el auto y en cuanto uno se descuidaba… púmbate, ja, ja, ja!” Dije en una maniobra distractiva pero sin agregar datos nuevos a la anécdota. Silvina fingía estar tentada. Reíamos como dos auténticos estúpidos.

Ahora se reían las nenas.

“¿Viste Juli?”, dijo Sofía, “la única diferencia entre lo que contó mamá y lo que contó papá es que mamá dijo pum y papá dijo púmbate”.

Por fin reíamos todos juntos. Con Silvina hacíamos grandes esfuerzos por prolongar la risa. Jamás me reí por tanto tiempo de manera gratuita.

La llegada de nuestro mozo de la máscara de hierro fue providencial. Mientras nos servía el plato de entrada nos dijo que por el momento no se podía hacer nada con la música. Digamos que algo había conseguido: habían bajado un poco el volumen.

Nos sorprendió la coincidencia entre el fiambre que nos habían servido con el desayuno y el que acababan de ponernos en el plato como entrada del menú.

El almuerzo transcurrió entre una sucesión de anécdotas contadas por Silvina y por mí sin solución de continuidad. No te levantes para buscar el diccionario: sin solución de continuidad significa sin interrupciones. Y si se hacía silencio pues nos reíamos otra vez como estúpidos.

Mientras tanto las nenas nos miraban como quien mira el televisor. Eso hicieron hasta terminar el último pedacito de budín de pan.

“En el otro hotel había un chico en la pileta que decía que la novia le hacía el pete y que cuando él le dijo qué bien lo hacía, le contó que había aprendido con el hermano”.

Las palabras de Juli tuvieron el efecto devastador de un tsunami. La gigantesca ola nos arrastró en cuestión de segundos hasta la gerencia del hotel. Allí pregunté por el señor Chidichimo.

“En este momento don Fortunato no está. ¿Quiere que le deje dicho algo?” me contesta una mucama mientras gesticula con un plumero en la mano.

“Sí, digale que el señor Guglielminpietro quiere hablar un temita con él”.

“Como no. Yo le dejo su mensaje. Mire, mejor para no olvidarme lo anoto en un papelito y lo dejo en el casillero de su habitación, ¿qué le parece?”

Tomó lápiz y papel y escribió: “senior abitacion 5 quiere hablar temita”.

jueves, 5 de febrero de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capitulo 6


CHIDI


“¡Qué linda fachada!” dijo Silvina no bien bajamos del auto. Se refería al frente del hotel. Más tarde volveremos sobre la extraordinaria precisión de sus palabras.

Antes de que termináramos de bajar el último bolso del auto, un señor se abalanzó sobre nuestras valijas con modales tan apresurados y bruscos que creímos ser objeto de un robo. Pero no. El hombre sólo pretendía trasladar nuestro equipaje hasta la recepción del hotel.

En el mostrador nos recibía el señor Chidichimo, dueño del establecimiento.

“¡Edy! Llevame a la señora y a las nenas hasta la habitación” dijo sujetando mi mano en el mostrador.

“¿Sabe qué habitación le tocó don Gugliminpesi? ¡La número cinco... ja, ja, ja!”, dijo empleando una de las variaciones de mi apellido y aturdiéndome con su aliento provenzal.

Me abrazaba inclinando su cuerpo desde el otro lado del mostrador, haciendo que mis costillas se aplastaran contra el borde hasta causarme dolor.

“Acá somos como una familia... ¡Zulma, llevale ese bolso a la habitación del señor...! Calcule que estamos acá en Huerta Grande desde el setenta y seis, así que son... ¡¿Cómo?! No importa que no sea pesado, ¡le llevas ya mismo el bolso al señor hasta su habitación!... Así que son setenti seis, ochenti seis, noventi seis y… van a hacer casi cuarenta años.”

Sin soltarme la muñeca en ningun momento, dejó su lugar detrás del mostrador y se paró a mi lado. Ahora me sujetaba también por el hombro.

“Acá lo que nos interesa es que el cliente estea cómodo y contento. Si el cliente está contento todo lo demás son pajaritos... ¡Cholo!”

Cholo, que antes había respondido al nombre de Edy, se asomó por detrás de una cortina que separaba la recepción del comedor.

“Cholo me le armás una mesa para que el señor tome su desayuno”.

En un dialecto desconocido pero con un parecido notable al gruñido, Cholo expresó algo.

“No me importa que ya no sea la hora. ¡Le armás ya mismo una mesa al señor! Una mesa para cuatro... Acá usted va y viene como en su casa, no le tenés que rendir cuentas a nadie. Subís, bajás, dormís, vas a la playa pum pimba. Listo, es tu vida. Si no molestás a los demás... ¿Te puedo tutear?”

No le contesto. Tampoco me da tiempo.

“Acá todos me dicen Chidi”, sonríe. Sus dientes brillan como una billetera abierta repleta de euros. “Cualquier problema que tenga... a sus órdenes” dijo reculando sobre las arenas movedizas del tuteo.

“¿No lo tomás a mal si te llamo Guly?, porque la verdad Gulelmenpesi es medio largolari”.

Tengo que conceder que en eso tenía razón. Es un apellido largo, de pronunciación dificultosa, bravo de memorizar.

Le contesto que no. Que no quiero que me llame Guly.

Vacaciones en Nairobi - Capitulo 5


LA ÚLTIMA CENA

El menú para nuestra segunda noche en el hotel era de lo más prometedor: sopa de crema de apio, zapallitos rellenos, pollo con guarnición y ensalada de frutas. La verdad es que todo estaba muy rico.

En su mesa habitual, “Pechitos” continuaba con el espectáculo acostumbrado. La jovencita seguía manipulando sus pechos como intentando cambiarlos de posición. Lo hacía con un desparpajo y una frescura que despojaban a sus movimientos del menor contenido de sensualidad.

Sus padres sólo tenían ojos para el plato del otro comensal. La camarera se acercaba y servía la comida. Entonces la mujer y el hombre agradecían y, tomando los cubiertos, miraban de soslayo los respectivos platos para verificar que el reparto fuera igualitario y que ninguno recibiera un beneficio extra.

Andabamos por el postre cuando mi apellido se anunció por los parlantes del comedor. Esta vez era convocado a la gerencia del hotel.

En ese lugar, un hombre y una mujer dialogaban animadamente sentados tras un escritorio provenzal. En rigor de verdad. Se trataba de un escritorio comun y corriente. Lo que lo convertía en provenzal era el aliento del hombre canoso que hablaba a los gritos, como si su interlocutora fuera sorda. A espaldas de la mujer, sonreía en un cuadro aquel hombre histórico que, estoicamente, había soportado a su turno el ruido de la habitación cinco.

La gerente me hizo tomar asiento en una silla colocada exageradamente cerca del escritorio y luego se retiró por un instante no sin antes disculparse.

Quedamos el hombre canoso y yo, a solas. El aliento del sujeto era insoportable. Permanecimos en silencio, un silencio ridículo habida cuenta lo próximo que estaba uno del otro.

Miré el cuadro. Desde allí el hombre histórico de la habitación cinco sonreía de manera franca. Su uniforme da gala le otorgaba una prestancia que se veía realzada aun más por la figura del caballo blanco a pintitas.

“¡Es fabuloso!” dijo el hombre canoso mientras pasaba el brazo por encima de mis hombros. Estudié la situación. No sabía si se refería a la foto o al hecho de tenerme abrazado. Era de esas personas a las cuales en todo momento se les oye respirar. Empecé a sentir la sensación de que me faltaba el aire. No era una sensación: el hombre me sofocaba, me hacía ahogar porque cuando me abrazaba ladeaba el cuerpo trasladándome todo su peso.

“¡Es increíble!”, agregó. Además de entrever su pasado de militancia, pude verificar que en las orejas de mi opresor crecían unos pelos de longitud y negritud extremas. Por la punta de su nariz sobresalía como junco la pelambre azabache. En el borde de esos pelitos se sacudía sin parar un moquito seco.

“Yo lo vi personalmente. ¡Vos no sabés hermanito lo que era ese animal!”.

Sus palabras aumentaron mi confusión: no sabía a quién se estaba refiriendo. Y en otro orden de cosas, ¿por qué me tuteaba, qué lo autorizaba a pasarme el brazo y echarme encima su cuerpo de león marino? Antes de que yo pudiera hablar, se me anticipó con estas palabras que por lo menos aclaraban en algun punto la situación:

“¡Vos no sabes hermanito lo que era ese caballo!”

“Bue... acá estoy de vuelta...” dijo la Gerente en el momento en que mi barbilla casi tocaba el borde del escritorio. Entonces el hombre quitó por fin su garra de oso.

“Lo que tenemos que comunicarle señor... ¿Guglielminpietro era su apellido no?, ja, ja, ja, qué larguito es su apellido, largo como esperanza de pobre… ja, ja, ja... bueno, le decía, lo que tenemos que comunicarle es que pese a todos los esfuerzos realizados, no podemos acceder a su pedido.”

La mujer acompañó estas palabras con una gesticulación que manifestaba exactamente lo contrario a lo que decía. No se cuál es el nombre de esa enfermedad.

“Usted me está co-mu-ni-can-do...”, repuse silabeando con habilidad.

“No, lo que yo le digo es que lamentablemente no podemos acceder a su pedido por razones...”

“Discúlpeme, no le demos más vueltas. Usted me está comunicando. Cuando usted me dice una cosa yo la puedo rebatir. En cambio cuando usted, en nombre del hotel, me co-mu-ni-ca, a mí ya no me quedan alternativas, ya me cerraron todas las puertas, ¿me explico?”

El que no entendía era mi compañero de silla que, moviendo alternativamente sus dedos índice y anular, susurraba las palabras “diciendo, comunicando, diciendo, comunicando...”

Por la puerta de la gerencia del hotel entraron el conserje, el ropero con manos de argamasa, dos botones, cuatro mozas del comedor, el jefe de cocina, tres hombres de mantenimiento y no recuerdo bien si cinco o seis mucamas.

Todos ellos se ubicaron por detrás del escritorio. Eran los ministros de un gobierno que tenía que comunicar algo importante. Porque yo tenía razón: me estaban comunicando.

“Señor Guglielminpietro, nosotros no le estamos cerrando las puertas, simplemente le estamos abriendo otras... El señor que está a su derecha es don Fortunato Chidichimo…”

El uso del apelativo “don” me produjo vértigo.

“El señor Chidichimo es el dueño del hotel... ¿cómo se llama ahora su hotel? Porque para esta temporada le cambió el nombre, ¿no?”

“Lo cambié porque este año hubo toda una renovación y el nombre anterior ya no me gustaba. Ahora se llama . O sea, completo sería de Fortunato Chidichimo”.

El señor Chidichimo ilustraba sus palabras alzando la mano derecha y escribiendo en el aire, con letras de imprenta mayúscula. Cuando escribió “hotel” dibujó primero en el aire una gigantesca “o”.

“Entonces, señor Guglielminpietro, lo que queremos comu... decirle es lo siguiente. A partir de mañana, usted podrá, si así lo decide, trasladarse al hotel del señor Chidichimo. Si allí se considera cómodo y bien atendido, pues allí puede quedarse. En caso contrario, pues volverá a nuestro hotel.”

Acto seguido, el señor Chidichimo cruzó su brazo por sobre mi hombro. Se lo aparté como si fuera una gata peluda. Pude observar que dos de las mucamas que integraban el gabinete de ministros hacían serios esfuerzos por no reírse.

Me mantuve en un silencio deliberado observando toda aquella fauna. Tomé mi agenda y simulé hacer algunas anotaciones. En realidad escribí “Boca Campeón” y dibujé un barquito. Quería dejar en claro, de alguna manera, que los tiempos los manejaba yo.

“Está bien... está bien señorita”, dije.

“Señora...” agregó la gerente con tacto de paquidermo.

Una de las mucamas, la más bajita, tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo de contener la risa. Con cierto espanto comprobé que los demás se iban contagiando. No podían aguantar más. Tampoco yo.

Giré sobre mis talones dejando a la gerente y al señor Chidichimo con las manos extendidas para un saludo frustrado. Como los dejé con la mano en el aire, inmediatamente improvisaron una sonrisa y con el último impulso aprovecharon para saludarse entre sí.

Al cerrar la puerta de la gerencia pude escuchar la primera risa explotando, estoy seguro, en boca de la mucama bajita.

Le siguieron todos los demás con un estrépito que terminó contagiándome.