sábado, 4 de julio de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 35


VOLVAMOS A LA RUTA

“Esta vez pongamos las colchonetas en el techo del auto así no viajamos tan apretados”, sugirió Silvina.

Era una buena idea considerando que el auto volvería más cargado que en el viaje de ida.

Llevábamos alrededor de ocho cajas de alfajores, a las cuales había que agregar otras dos cajas de zapatos con piedras de diferentes lugares de Córdoba. Por supuesto que todo estaba rotulado con el detalle con que acostumbra hacerlo Silvina. Por ejemplo, una caja decía “Piedras mica Villa Giardino”. La otra decía “Piedras mica La Cumbre”. Era imposible hallar diferencia alguna entre el contenido de una caja y de la otra, pero Silvina es una gran organizadora.

Una bolsa de nylon tenía una etiqueta pegada que decía “Rama espino camino altas cumbres”. Otra cajita como para un reloj pulsera decía “Restos cáscaras de huevo para moler”. Lo que había sido el envase del dentífrico iba cuidadosamente cerrado con cinta aisladora. Decía “Panaderos recogidos cumbre Uritorco. Ojo: este lado para arriba”. El envase de cartón del bicarbonato tenía una etiqueta de cuaderno que decía “Semillas planta misteriosa”.

Llevábamos también dos ramas de roble de alrededor de metro y medio, dos piedras rojizas de forma piramidal de alrededor de cinco kilos cada una, sobre las cuales Silvina había escrito “Piedras esotéricas Huerta Grande”.

Junto con las colchonetas, viajaban en el techo del auto alrededor de seis enormes tallos de una planta a la cual bautizamos “penacho”. Era alta, plumosa y de color rosado. La gente tenía una especial atracción por esta planta a la que atacaba con ánimo depredador. Daba pena ver cómo la arrancaban salvajemente de la ladera de las sierras. De ahí la denominación que escogimos.

En la butaca del acompañante ya no viajaría Silvina. En el camino de ida habíamos visto repetidamente la increíble oferta de cinco melones por un peso. Silvina me aconsejó comprar diez pesos de melones.

“Puede parecer mucho al principio pero vas a ver, cuando te quieras acordar, se nos fueron todos los melones”. Contra todas sus previsiones, los melones se sintieron muy cómodos en el interior del auto. Los teníamos numerados.

La visión en el vidrio trasero estaba prácticamente anulada porque, amortiguados entre suéteres y buzos de las nenas, viajaban tres docenas de huevos blancos. Eran parte de una oferta que no podíamos rechazar. Tres docenas de huevos por un peso. Sólo cuando pagamos la señora no informó que se trataba de huevos de pato gallareta. Cada huevo tenía escrito con marcador azul las letras “HPG – Este lado para abajo”, indicación cuyo alcance no alcancé a comprender porque los huevos eran redondos y pequeños como pelotitas de pin pon.

En el momento de nuestra partida, fuimos despedidos desde la explanada del hotel por la casi totalidad de su personal.

“Recuerde que el apto para la pileta le sirve por cinco años” me recordaba la gerente agitando un pañuelo”.

“Igual cada tanto pásese el trapito con kerosén” recomendaba uno de los médicos.

Aunque el coche se desestabilizaba un poco por la carga de melones, la idea de Silvina de colocar parte de las cosas en el portaequipaje hizo más confortable la vuelta.

Sin dudas que el nuevo plan de volvernos haciendo previamente una pequeña escala en San Pedro nos puso a todos de buen humor.

Durante el viaje poníamos la radio y nos divertíamos cambiando las letras de canciones reconocidas. Hacíamos monigotadas, imitabamos las voces de familiares, en fin, dejábamos que la conversación se fuera por las ramas, para lo cual contribuyeron sin duda las dos ramas de roble que llevábamos dentro del auto, atravesadas de ventanilla a ventanilla en el asiento trasero.

La disposición de los troncos cambió forzosamente luego de que arrasáramos con la cabina del primer peaje. Entonces las colocamos en sentido longitudinal, entre el respaldo de los dos asientos delanteros.

Salvo un ruido casi imperceptible de la cadena de distribución, el coche se portó como una verdadera máquina bancándose la sobrecarga de peso y la resistencia al avance que significaba tener una pila de cosas atadas en el techo.

A la altura de Rosario la cosa se complicó un poco por la presencia de un viento muy fuerte en sentido transversal a la ruta. De ahí en adelante el andar del auto fue extraordinario. Era como si tuviéramos permanentemente viento de cola. Una seda.

No hacíamos más que deshacernos en elogios de lo bien que andaba, hasta que llegamos a una estación de servicio a la altura de Funes. Allí comprobamos que las colchonetas ya no estaban más en el techo, probablemente por la acción de ese viento cruzado que nos había sorprendido unos kilómetros antes.

“No importa, armamos una sola carpa y dormimos los cuatro en nuestro colchón”, dijo Silvina.

“Nosotras queremos estar en nuestra carpa” dijo Juli en representación del gremio de los hijos desencantados.

“¿Te acordás que la última vez que dormimos los cuatro juntos en Aguas Verdes papá no pudo dormir? Se la pasaba moviéndose y al final nos despertaba a los demás” puntualizó Sofi.

“Y encima vomitaba” dijo Juli con ternura.

Pero era cierto. Estábamos en Aguas Verdes y se me ocurrió asar un pollo que más tarde descubriríamos que estaba en mal estado. De todos modos Juli no contaba toda la verdad: terminamos vomitando todos.

“Todos vomitamos esa noche Juli, todos vomitamos...” dije haciendo justicia.

“Sí... todos vomitamos pero ¡vos compraste ese pollo!” dijo Juli.

“¡Verdad!” agregó Sofi con ese espíritu notarial que lleva en el alma. “Me acuerdo que mientras lo hacías nos decías que había que tener mucho cuidado con el pollo por esto y por lo otro y al final terminaste comprando un pollo podrido”.

Me sentí dolido por esas palabras. Estaba por ensayar una respuesta dura cuando me di cuenta de que en realidad el dolor me lo provocaban las piernas rígidas como estacas después del esfuerzo muscular del partido de fútbol.

Entre paréntesis, en el espejo retrovisor se balanceaba la medalla que gané como jugador más valioso. Era un trofeo llamativo. En el anverso tenía la imagen de la virgen de Luján haciendo la “v” de la victoria sobre el fondo de un arco de fútbol. Tenía impresa la leyenda “Jugador más valioso”. En el reverso aparecía la figura de un jugador de fútbol bajándose los pantalones y mostrando el culo. Debajo, otra leyenda decía “Que la inocencia te valga”.

“Parece que no quisieran dormir con nosotros” dijo Silvina.

“No es que parece mami”, dijo Juli entrecomillando con sus deditos la palabra “parece”, “es que nnno queremos, ¿entendés?, nnno queremos”.

“Preferimos dormir sobre el piso en nuestra carpa” agregó Sofi ahogando mi última esperanza de escuchar alguna palabra considerada.

“Prefieren dormir solas, con frío y sin colchonetas a...”

“¡Sí!”

Costaba entender que ya no representáramos más nada en sus vidas.

Pero siempre tengo un as bajo la manga.

“San Pedro tiene un lindo centro. Ya que vamos a llegar cansados para ponernos a cocinar, podríamos ir a cenar una rica pizza”, propuse.

“¡Dale!” Cerró trato con entusiasmo Silvina.

“Además puedo ver el partido de Boca, porque acá los boliches son como en la Capital. Tienen de todo. Acá tienen jueguitos electrónicos, internet...” dije tejiendo la telaraña.

En el asiento trasero, las mosquitas no tardaron en caer:

“Es cierto... hay internet y jueguitos electrónicos...” dijo Juli. Los ojitos le brillaban como cristales de roca.

“Papi... ¿y si mientras vos ves el partido nosotras...”. Dejé deliberadamente inconclusas las palabras de Sofi.

“... nosotras vamos a... ¿nos podrías dejar ir a los jueguitos?”

Miré mi rostro tostado en el espejo retrovisor del auto. Cuando quiero, soy listo y despiadado. Era el momento de recuperar el cariño de mis hijas por la única vía posible: el soborno.

“Está bien... ¡Pero si duermen con nosotros!”

“¡Síiii!” contestaron al unísono.

“Yo las acompaño” agregó Silvina fiel a su costumbre de alejarse cien kilómetros a la redonda de cualquier evento futbolístico.

Cada vez que vamos a San Pedro, elegimos el mismo camping: el del Club de Pescadores. Tiene un césped impecable, parrillas individuales, luz, baños limpísimos, un restaurant coqueto, proveeduría, excelentes servicios y playas de una arena blanca como la sal.

Es un lugar por demás recomendable, pero no llega un día sábado. Prácticamente no hay lugares disponibles.

“Lo único que nos queda es ese lugar ahí, en el hueco que dejaron las dos carpas canadienses” dice el encargado de recibirnos.

Se refiere a un espacio suficiente para media carpa debajo de un gomero que desgarra la superficie del terreno con sus imponentes raíces. No me imagino armando la carpa en ese sitio. Titubeo. Silvina parece leer mi pensamiento:

“Buenísimo. Lo tomamos” dice.

Por eso aclaré que parecía leer mi pensamiento.

Tanto Sofi como Juli se quedan mirando a Silvina tratando de imaginar qué tipo de virus la ha afectado para aceptar ese lote.

“Va a estar bueno, van a ver. Háganle caso a lo que dice mamita”.

Las tres se ponen a armar la carpa llenas de un optimismo desbordante. A mí me piden que descanse porque me la pasé manejando, pobre santo. Detesto que me digan pobre santo. Algún día voy a aclararles ese tema. Decido ir a tomar una ducha mientras ellas hacen su trabajo.

Cuando salgo de tomar mi ducha veo a Julieta y a Sofía paradas, de brazos cruzados, en la puerta de la carpa.

“¡Yo ahí no duermo ni loca!” dijo una.

“¡Y yo menos!” dijo la otra.

Agachada en cuatro patas, se asomó por la puerta de la carpa la cabeza de Silvina.

“Estuve alisando el piso” me dijo. “No quedó tan mal”.

Me asomo al interior de la carpa. Dos enormes raíces de gomero grandes como caños de gasoducto, atraviesan el piso en sentido longitudinal.

“¡Listo! Las nenas que duerman en el hueco de las dos raíces y nosotros dormimos uno en cada punta”.

No se si lo dije antes: admiro la energía positiva de Silvina y su capacidad organizativa. Esas cualidades, puestas en un cerebro que funcione bien, harían una combinación letal.

“¿A vos te parece, papi? ¿A vos te parece que tengamos que dormir ahí?”

“Bueno...” digo “cuando volvamos del centro de haber comido la pizza y de haber jugado a los jueguitos electrónicos, ni se van a acordar del piso de la carpa...”

Las nenas se transfiguran instantáneamente.

Eso es lo fantástico de la gente sobornable: es tan previsible que uno siempre se puede fiar de ella.

Previsible... esa es la palabra. La gente sobornable es previsible. Y con gente previsible se puede construir sin sobresaltos una familia tipo.

Cuando volvemos de cenar, las nenas se arrojan dentro de la carpa y caen como desmayadas en el hueco de las raíces del gomero. Silvina toma su lugar en un lateral de la carpa y yo en el otro. Es como introducirse en un sarcófago porque la elevación del piso no me permite ver a nadie.

Pasados unos quince o veinte minutos comienzo a escuchar el ronquido tenue de Silvina. Luego deja de roncar y musita algo entre sueños:

“No... no me tiente...”, dice.

Me pongo en alerta. Ella ronca otro ratito y luego continúa:

“Le digo que no... mi marido no me lo perdonaría”.

Ahora estoy en alerta máximo. Silvina se mueve para un lado y para otro:

“No trate de convencerme... ¡no... le digo que no!” su respiración se agita tanto que intuyo un amargo desenlace del sueño. Amargo para mí quiero decir.

Silvina guarda un sospechoso silencio. En medio de la oscuridad manoteo la linterna y pasando por encima de las raíces del gomero, hago foco en el rostro de mi esposa. Tiene una expresión plácida, serena. Ya no quedan dudas: es la cara de alguien que se ha entregado. Incluso puedo ver esboza una sonrisa. Apago la luz de la linterna al tiempo que la escucho decir:

“Esteban...”

Todavía tengo la esperanza de haber escuchado mal. La cabeza me da vueltas. El estómago me da vueltas. Pero lo tremendo es que la cabeza me da vueltas hacia un lado y el estómago para el otro.

Espero en silencio una rectificación de Silvina que nunca llega. Al contrario, instantes más tarde vuelvo a oírla claramente:

“Esteban...” la inflexión de su voz es la propia de quien ha cedido, sin demasiada resistencia, a la tentación.

La boca se me llena de un sabor amargo que un rato antes de las palabras de Silvina atribuí al orégano de la pizza. De modo que… ¡Esteban! ¡Con que se trataba de Esteban!

Una tras otra comenzaron a pasar por mi cabeza las imágenes de nuestros años felices:

Silvina adolescente parada en la puerta de su casa con la máquina rotuladora.

Silvina de dieciocho años armando el rompecabezas de diez mil piezas y mandándolo plastificar.

Silvina ya grandecita continuando con el tema de los rompecabezas.

Silvina guardando en una cajita nuestras entradas de cine ordenadas por fecha.

Silvina planificando nuestro viaje de bodas en su cuaderno de tapas rojas.

Silvina guardando en cajitas etiquetadas los dientes de leche de las nenas bajo el rótulo “Dientes de leche Sofi”, “Dientes de leche Juli”, “Conservar en frío”.

Silvina guardando en cajitas de vidrio el primer mechón de las nenas y el último mío.

Todo aquello, toda esa felicidad empezaba a naufragar de manera imprevista en esa noche cerrada de San Pedro.

El sueño tendía su manto sobre mis hijas como un ángel protector. En medio de la tristeza, esta me pareció una buena frase. Bajo la luz de la linterna, la anoté en la contratapa de la Selecciones.

¡Qué triste y solo estaba en esa noche sanpedrina! ¡Cómo dolía escuchar la respiración inocente de mis chiquitas, ajenas al drama que acababa de desatarse!

Entretanto, en su bolsa de dormir, Silvina roncaba plácidamente. Volví a enfocarla con la linterna. En su rostro se dibujaba una sonrisa de oreja a oreja.

“No hay dudas. Es el descanso de quien ha hecho el amor y se abandona agotado al sueño” dijo dentro de mí una voz que, tranquilamente, pudo haber sido la mía.

Esteban. Así que el sujeto dice llamarse Esteban. Así que vos sos el famoso Esteban. ¿Sabés lo que hago yo con vos?, porque vos a mí no me conocés, ¿no? Yo soy el marido de Silvina…. Sí, el marido de Silvina. ¡Ah! ¿Así que vos no conocés ninguna Silvina? ¿Vos a mí me viste cara de pelotudo o qué te pasa? ¿Sabés lo que hago yo con los tipos como vos? ¡Los aplasto como si fueran gusanos! ¿Me entendés cabrón? ¡Vas a reventar como un grano de pus!

En la imaginación ya no medía el alcance de mis actos. Justo cuando llegaba la policía, la voz de mi mujer me volvía a la realidad:

“Mmmsssbssss” balbuceó. Eso no cambiaba demasiado las cosas.

Luego de un instante de suspenso, su voz dijo lo siguiente:

“Esteban... esteban... este banco no me ofrece garantías suficientes para que deposite el dinero. No me insista. Mi marido tampoco pondría el dinero aquí”.

Las palabras de Silvina llenaron la oscuridad de la carpa de diminutos fuegos de artificio.

Así que Silvina... mi Silvina... ¡Qué felicidad inenarrable sentí!

“Qué poca cosa soy”, dije en voz baja enfocando el rostro de mi mujer. Y digo bien mi mujer porque no me había equivocado al elegir a Silvina. Era mi mujer.

“No me digas nada, sé que no te merezco. Me siento tan culpable de haber dudado de vos. ¿Cómo no fui capaz de reflexionar? ¿Cómo no me di cuenta de que vos hubieras sido incapaz de hacer una cosa así...? Te pido perdón. Te pido perdón Silvina. Mi Silvinita...”

Sin darme cuenta iba elevando el tono de voz al punto de que, involuntariamente, terminé despertándola.

“¿Me querés decir qué haces enfocándome a la cara? ¡Apagá esa linterna de una buena vez y dormite!” dijo un poco fastidiada.

Pero... ¡qué importaba su fastidio al lado de la felicidad recuperada!

Volví a acomodarme en mi sarcófago. Esta vez me pareció que el espacio no terminaba de alcanzarme para dormir en una posición cómoda. Después me di cuenta que era lógico: estaba henchido de felicidad

Ya relajado, calmo, sólo me quedaba por hacer una cosa antes de entregarme al sueño.

“¿El señor Esteban? Dígale que de parte del marido de Silvina. Sí, sí, dígale que espero lo que sea necesario... No, no, dígale que prefiero decírselo personalmente, que es una cuestión de honor... Ya sé que está muy ocupado, no importa, yo lo espero... ¿Mañana? ¿Mañana a qué hora? ¡Ah!, él los viernes se retira más temprano... ¡qué macana!... Bueno, yo le dejo esta tarjeta. Sí, sí, el me conoce. Dígale que vino a verlo el marido de Silvina. Que simplemente quería disculparme con él. Que todo fue un malentendido y... en otro momento se lo voy a explicar personalmente. Buenas tardes”.

Presentadas las disculpas del caso, me dormí como un osito.

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