domingo, 27 de septiembre de 2009

Vacaciones en Nairobi - Capítulo 36

MOTIN A BORDO


Nos acomodamos en la carpa. Es nuestra segunda noche de camping. A pedido de las nenas llevo adelante mi tradicional show de imitaciones. Puedo manejar mi voz de diferentes maneras para parecerme a Verdaguer, Enrique Pinti, Santo Biasatti, Mirtha Legrand, Cacho Fontana, Mario Pergolini y Osvaldo Pugliese. Es verdad que a Osvaldo Pugliese casi no se le conoce la voz y que prefería expresarse con la música pero también es cierto que él es un verdadero ángel protector a quien conviene invocar frente a cualquier dificultad.

Las nenas se mueren de risa. Dicen que soy un pésimo imitador y eso es precisamente el nudo de mi espectáculo. Eso es lo que les causa gracia.

También les encanta mi indiscutida habilidad para crear siluetas de animales o personas utilizando las manos y la luz de una linterna. Solo basta con entrelazar los pulgares y hacer agitar como alas las palmas de mis manos para que digan:

“¡El conejo! ¡Ese es el conejo!”.

Sin embargo la función se interrumpe cuando escuchamos algo parecido al ruido de una ola que se viene formando desde lejos. Nos quedamos expectantes. Hacemos silencio. Afuera, avanza hacia nosotros la tormenta.

“Quédense tranquilas porque esto no se puede inundar” digo en un tono que pretende transmitir calma pero que sólo consigue producir en mis hijas un inenarrable pavor.

Muy pronto descubrimos que el ruido de la ola no lo producía el agua sino la fuerza del viento contra la copa de los árboles. Por momentos soplaba tan fuerte que el techo de nuestra carpa casi tocaba contra el piso.

Esta no es la primera situación extrema que tengo que pasar en una carpa. Sé perfectamente lo que hay que hacer en circunstancias como ésta: huir.

“¡Ni se te ocurra irte solo!” dice Silvina abortando mis planes cuando me ve en cuclillas en la entrada de la carpa con la actitud de quien espera la partida para una carrera de cien metros.

“¿Qué decis? Mirá si las voy a dejar solas” digo indignado.

Afuera comienza a llover. En segundos se desata un verdadero diluvio.

“Podríamos ir a cenar afuera” dice Sofi desde su bolsa de dormir. Calza los auriculares donde continúa cada tanto se escuchan los chasquidos del baterista de Slipknot. Eso le garantiza la permanencia en su mullido limbo.

Me asomo apenas fuera de la carpa. Da la impresión de que estamos en un camping abandonado.

“Hacenos la familia Ingalls” me pide Juli.

“Dale Pato, hacenos la familia Ingalls” reclama Silvina.

“Dale pa’, ¿te tenemos que rogar?”

Está bien. Accedo. Me quito las medias y masajeo los dedos de mis pies. Luego las nenas, en su función de asistentes, empiezan a pasarme los marcadores.

La familia Ingalls es un espectáculo que hago precisamente usando como instrumento a los dedos de mis pies. Se trata de una familia compuesta por un matrimonio y sus ocho hijos.

La estructura del show es más o menos la siguiente: en primer lugar aparecen los dedos pulgares. Representan a la pareja, amable y regordeta, de fuerte tradición católica. Se oponen a cualquier método de prevención sexual y tienen una postura decididamente antiabortista.

Luego van apareciendo los hijos. Son cuatro parejas de mellizos encantadores. Los dos chiquitines hacen las delicias de Juli y de Sofi. Los pequeños son de lo más independientes: tengo una rara habilidad para moverlos como gusanos dejando quietitos a los demás... hermanos.

Este show no tendría el éxito que tiene si no contara con Silvina desde la iluminación y de las nenas en la parte de maquillaje de los pies.

Para estar a tono con la tormenta, el espectáculo se titula “Una noche de tormenta con los Ingalls”. Es apto para todo público.

Las nenas ríen mucho pero no de la manera en que lo hacen viendo “Una noche en el gallinero con los Ingalls”. Ese sí es un verdadero clásico aunque también sería injusto no citar a “Los Ingalls van a la guerra” donde Juli hizo verdaderos prodigios con la parte de vestuario: para ese show cada dedo lleva un casquito diseñado por ella con cáscaras de avellana. Ese detalle, sumado al los dedos embetunadosl le otorga un realismo único al drama que se desarrolla en pleno frente de batalla.

Afuera, la lluvia se hace cada vez más intensa. Ahora hay constantes rayos y truenos. La carpa va de aquí para allá por la acción del viento. Las nenas empiezan a sentir algo de temor. Silvina, en cambio, está aterrorizada.

“Vamos a jugar a que somos un barco que está en medio de una tormenta”, propongo.

Rápidamente los grumetes se ponen a mi disposición.

“Marinero, urgente, envíe un télex al barco más próximo”, ordeno sin vacilar.

“¿Cuál es el barco más próximo?”, contesta el marinero Sofi.

“No sé marinero. Usted mande el télex. El barco más próximo será el primero en captar la señal y venir en nuestra ayuda”. Los rayos iluminan mi rostro desencajado.

“Comuníqueme urgente con las autoridades del puerto de Rosario” ordeno cada vez más firme. Transmito una notable tranquilidad pese a lo peligroso de nuestra situación.

“¿Cuál es el código postal de Rosario?”

La pregunta del marinero Sofi me hace vacilar pero no puedo detenerme en pequeñeces.

“¡Marinero Juli, vaya a la cubierta y refuerce las amarras!”

“Si me das dos pesos...” dice el marinero Juli sin comprender que estamos en el mundo de la fantasía.

“¡Oficial...” le digo a Silvina otorgándole un meteórico ascenso “ocúpese del timón!”.

“¡Sí mi capitán!”, contesta ella impactada sin dudas por el flamante nombramiento.

“Todo a babor” grito señalando a mi derecha con la linterna en la mano.

“Eso no es babor, es estribor” me corrige el grumete Sofi de manera impertinente.

“¡Esto es babor sí o sí carajo!”.

No me gusta adoptar papeles autoritarios pero a veces una pequeña flaqueza puede ser el comienzo de un motín. Y eso poco ayudaría en este evento.

“Pero papi, babor es a la izquierda” dice Juli confundiendo una vez más la fantasía con la realidad.

“Mi capitancito, estamos haciendo agua” dice Silvina excesivamente obsecuente. Ya me estaba arrepintiendo de su nombramiento.

Desde afuera una luz se aproxima cada vez más iluminando la entrada de nuestra carpa.

“Nos estamos acercando al faro. Es el faro del puerto de Rosario” digo derrochando optimismo.

“Usted hace todo bien capitán” dice el Oficial Silvina. No soporto su obsecuencia.

Reconozco las voces que cuchichean en la entrada de nuestra carpa. Se trata de los ocupantes de la carpa lindera a la nuestra. Se trata de tres jóvenes veinteañeros: un varón y dos bellas chicas.

“¿Hay alguien allí?” dice la voz del muchacho.

“¡Abrannos, ábrannos por favor!” musitan las chicas que lo acompañan.

“¡Marinero... abra la escotilla!” ordeno.

“¿Cuál marinero?” dice uno de los miembros de la tripulación que no puedo identificar.

“Marinero Sofi...” aclaro.

Luego es ella la que pregunta:

“¿La escotilla no es algo de los submarinos?” Odio a los marinos que se creen tan listos como para socavar mi autoridad.

“Sí, papi, la escotilla es algo de los submarinos”, dice Juli que no alcanza a meterse en la ficción en ningún momento.

“¡Marinero, obedezca la orden! ¡Después discutiremos lo de la escotilla!” Grito recuperando mi protagonismo.

“¡Marinero, haga lo que le ordena el Capitán!”, dice a los gritos el Oficial Silvina. Entre paréntesis, grita como una marrana. Me harto de su servilismo. Como represalia le ordeno dirigirse a su camarote y planchar los uniformes de fajina. Detesta hacerlo.

Finalmente soy yo mismo quien descorre el cierre de la carpa y abre la escotilla. Frente a nosotros aparece nuestros jóvenes vecinos de carpa. Observo que el muchacho lleva un chocolate Aguila tamaño familiar atravesado en su boca. Las chicas, envueltas en sendos toallones de color rojo, se le arriman guareciéndose del agua y el viento.

“¿Podemos pasar?” preguntan.

“¡De ninguna manera! ¡De ninguna manera voy a aceptar a esas dos loc...!

“Silencio” digo interrumpiendo al oficial Silvina “acá el que da las órdenes soy yo. Y esta es una situación de emergencia. Además... los náufragos traen un chocolate Aguila tamaño familiar, me imagino que para...

“¡Para compartir!” exclaman las chicas sin darme tiempo a cerrar la frase.

“Bienvenidos a bordo”, digo en nombre de mi tripulación.

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